jueves, 28 de noviembre de 2013

Maldad


La maldad es un dulce que a veces escondemos en nuestra boca, pero me refiero a la maldad no de la que aniquila, la que arrasa o la que descuartiza, sino a la maldad que en religión se enseñorea, se viste de rojo y sepulta las tristezas. Hay una maldad sobrevalorada, y otra más que es tan desmesurada que no se entiende, o no se le quiere ver. Prefiero la maldad almibarada, aquella de todos los días, la que nos hace personas, humanos, la que nos lleva a creer que el mundo nos pertenece, la que nos hace mirar a la mujer de nuestro prójimo, la que nos hace inventar historias estúpidas... Lo que otros llaman mentir. Si si, la gente llora y todo eso, la gente sufre y siente que la tierra se hunde a sus pies, pero no deja de ser una ilusión pasajera, que deja una costra que después cae (a veces uno se la rasca), y va uno coleccionando malos y buenos momentos, y en una de esas, crecemos. Que miedo a sufrir, que miedo a la maldad, que miedo al desequilibrio. Las calamidades son la pasividad y el miedo mismo, y la aceptación de la brutalidad como algo con lo que podemos vivir. Puedo aceptar que mi esposa se acueste con otro, pero no puedo entender que alguien mate por matar, que alguien perfore, que alguien patee el rostro de un niño. La infidelidad es un helado que se derrite en la tibieza de nuestros malos pensamientos, el hambre de media humanidad es una atrocidad que me asquea. Puedo jurar en vano, puedo dejar de santificar las fiestas, puedo escupir, malpensar, odiar, infiltrarme en la intimidad ajena... Pero no tolerar idiotez... La vulgaridad es el pan de todos los días, pero no puedo dar la cara por los que torturan, por los que raptan, por los que roban la ilusión.

Habrá que valorar nuevamente, y entender la vida en otros términos.

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