jueves, 13 de noviembre de 2014

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Cuando leí la palabra “boruca” en José Trigo, entendí que ahí estaba el lenguaje perdido de mi infancia. Mi padre decía, en esas noches bien jóvenes: “ya, no hagan boruca”, y el silencio, ya de por sí endémico en esa planta baja de la vecindad, se agarraba de lo que podía. Éramos varios hermanos, en la flor del escándalo, y callábamos como gente adulta, como ancianos moribundos. Algunos de mis hermanos se encerraban a leer en el baño y otros se acomodaban en la cocina de paredes amarillas. Yo hacía cualquiera de estas cosas, o me acostaba a escuchar la radio con audífonos, o a escuchar la lluvia en la zotehuela (otros escribirían traspatio).

No queda en una palabra, mi lectura me ha llevado a un paseo que no creía que existiera fuera de la charla de los mayores, esa charla que me parecía pesada, torpe, rebuscada, incluso burda. ¿Por qué decían “pulga pedorra”, o “desconchinfladas”, o “turulata”? Yo mismo, en mis primeros años, cantaba: “a comer, a comer, pedacitos sin cuartel”. ¿Quién me enseñó esa canción? En José Trigo la encontré de forma correcta: “a comer, a comer, soldaditos del cuartel”. Era yo un “bodoque”, un “escuincle de porra”, “chipil” pero “morrocotudo”.

Al final, que encanto, y de eso se trata la literatura, de hacer memoria del lenguaje, de guardar lo sustancial de nuestras charlas, de las charlas de todos los tiempos. Al final, nuestro lenguaje no sólo es transformador de la realidad, es la realidad misma en transformación, y lo mismo una máquina del tiempo, el paseo por nosotros mismos, por nuestros orígenes.

lunes, 10 de noviembre de 2014

José Trigo




Hace ya bastantes años, los suficientes para pensar en una pequeña vida, discutimos con Huberto Batis sobre la transformación del lenguaje a partir de una palabra ya entonces en desuso: pensil, también nombre de una colonia en la Ciudad de México. Cualquiera puede argumentar lo contrario en esta extensa comarca en donde el español rifa. Estábamos en un salón de ventanales enormes con vista a la Biblioteca Central y a los jardines de CU. Era claro: el lenguaje se transforma, lo es.

En José Trigo, de Fernando del Paso (Siglo XXI editores), encuentro un lenguaje que se nos fue, el lenguaje del nuestros padres, de nuestros abuelos, el portento, la riqueza de un español-materia viva en donde va germinando la palabra nueva, y en donde se va olvidando el idioma del pasado. ¿Nostalgia por las palabras perdidas? Ahí está Fernando del Paso, barroco, insistente, memorioso, sabio de lo incomprensible.

Nunca olvidaré su capítulo 7, en la primera parte, a dos narraciones que se entretejen como serpientes hambrientas, vivas, y que terminan por devorarse. Prodigioso. Memorable su Ciudad de México primigenia, la desolación rulfiana en un contexto urbano; la fuerza de sus personajes moribundos, el peso de los féretros, de la búsqueda de sí mismos en la historia que se va perdiendo, a trozos, como nosotros mismos.

Y José Trigo “Se puso los zapatos zapatotes del otro hombre”, y la imagen imborrable de personaje que llego con la Eduviges sin zapatos, y que se pone los del otro, porque en este país no sólo heredamos la violencia, lo heredamos todo, aunque nos quede grande la inmundicia, entre lo inconmensurable, entre lo que no podemos entender. Y todos somos todos, como un híperhumano que se extiende hasta el origen de todas las soledades, de todos los dolores.

Para cerrar: esta semana llovió al fin, con ganas, con rabia de madrugada sedienta, y “la resolana de lluvia” alcanzó el amanecer. Y cuando abrí los ojos, seguían faltando 43, y se me amargó el ánimo, la boca, como la “palomina” de todos los pichones de la ciudad, y la desesperanza se volvió a escapar. Pero el español sigue vivo, telúrico, entre los vaivenes de la lengua, de la nación, de las hojas como tumbas ultrajadas, como fosas recién descubiertas, como venas abiertas, como padres llorando a sus hijos.

(Publicado en el suplemento Palabra: http://es.scribd.com/doc/245990082/EVPA1109 )