lunes, 20 de abril de 2020

Voz interna




Hay silencio en casa, silencio interrumpido por la risa de mi hijo, que aunque no se escuche tiene una imagen de bullicio. El agua de la pecera es silenciosa, el agua que cae del dispositivo para oxigenarla.

Me pregunto algo a partir de una imagen que me agradó: ¿puedo distinguir entre un chimpancé y un gorila? Es decir, ¿a partir de solo su rostro?

Ayer no soñé con algún contagio, no me soñé cerca de la gente. Dormí de largo, sin que un hijo me despertara, pero hubiera querido no desear que amaneciera, como hago normalmente; suelo abrir los ojos a penas empieza a clarear el día. Al paso de los días me he construido un plan personal de vida que no incluye el ser mordido por un virus potencialmente mortal. Me gustaría que el covid-19 fuera como un perro y verlo venir y correr; o asustarlo con una piedra, o darle de comer y que no quiera hacerme daño. Desearía poder escucharlo.

Dorothy Janis, tenía los pies regordetes, unas zapatillas estrechas le apretarían un poco. Ella nació en 1910 y murió en el 2010, ella vivió 100 años y no estaba destinada a esta pandemia. Dorothy, como me parece que se llaman muchas ancianas gringas, tenía una sonrisa muy agradable, yo diría que un rostro de gran belleza, pero de una belleza simple. Mucha gente sencilla debió de enamorarse de ella. No era como Vivien Leigh‎ o Elizabeth Taylor, no era espectacular, pero era inolvidable para las personas que la veían en la calle. Claro, ella actuaba en películas mudas.


Creo que hubiera querido a esa mujer en circunstancias nada complejas.

Me gustan las imágenes las naves espaciales, de los cohetes que llevan gente al espacio exterior. Creo que en la Estación Espacial Internacional (ISS en inglés), tienen demasiadas cosas por las cuales preocuparse, pero no por contagiarse de gripes súper desarrolladas. Los transbordadores eran magníficos, ¿a dónde lo llevo?, a una órbita alrededor de la tierra, lejana de asteroides, virus y bacterias, por favor. O lo más lejos que pueda. Gracias.

Ya nadie se para por estos lugares, la cuarentena llegó a mi blog.

jueves, 16 de abril de 2020

Relaciones virtuales




Todos somos exploradores aunque en diferentes contextos, algunos de los más comunes son las redes sociales. Cada día, a veces al despertar, abrimos las páginas y vemos las noticias del día, las publicaciones que se hicieron en la noche o aquellas muy de mañana; un golpe de información generalmente de baja calidad, pero también de una riqueza que si bien es variable, ahí está. Por supuesto, hay joyas entre toda esa, no quiero decir basura, entre todas esas señas del pequeño grupo de la comunidad que seguimos. No me excluyo, genero muchas publicaciones de baja calidad pero que no tienen el fin de mostrar una verdad novedosa, claro, y que como cualquier publicación muestran “algo” al fin y al cabo.

En general son un montón de temas personales, lagañas y pijamas, fiestas y banquetes, variaciones del devenir de cada día de la gente. Me gusta mucho mirar los rostros, los pedazos de vida, es cierto. Pero también hay oleadas, los temas llegan, se establecen como virus, se replican y un día comienzan a escasear. No es algo nuevo, es un conocimiento común.

Pero detrás está, como telón de fondo, el comportamiento más básico de la humanidad, están las emociones más simples, la partes que nos componen: el miedo, el deseo, la ansiedad, la furia, el odio; comportamientos seductores, amorosos, jocosos, simpáticos y antipáticos… Sabios, sabiondos, necios, vulgares, acertados o desacertados. En imágenes, en textos cortos, en videos; un gran paquete en el que se mueven los rasgos de la humanidad.

Así se viven los días de pandemia, como el gran andamiaje de estos tiempos. El amor en tiempos del SARS-CoV-2, la distancia, el sexo, el flirteo, la simple comunicación, la amistad, el dolor compartido, la coquetería virtual, el mal de la sana distancia, la búsqueda de los besos virtuales y los abrazos que existen únicamente en palabra. El rechazo, por supuesto, el portazo por in box, el “visto” (el otro día miré una imagen encantadora, una madre y su hijo, y no pude evitar mandar el mensaje: “que bonitos”. No hubo respuesta y me sentí perverso, ¿por qué?). La insalvable distancia, la descarnada naturaleza de las redes sociales: la superficialidad, o la profundidad en temas triviales, o sencillamente el medio para publicitar la banalidad y el amor que se abarata con las caritas felices y los corazones de globo.

En comparación, los pies helados de mi hijo en las mañanas, contra mis propios pies, es una muestra monumental del contacto humano.

Por supuesto, las redes sociales acercan, dan vías de comunicación, promueven la organización social y las ventas en línea (hoy vendí una bicicleta y compré una botella de vino, pan y leche), y nos permiten el desahogo, la catarsis y el catarro, y calman la fiebre y nos permiten mirar a los fantasmas y a los platillos voladores, y ahí compartimos nuestras lecturas y nuestros afanes y nuestros gases quedan mudos, lejos de las narices de los otros. Y compartimos nuestras fiebres, decía, y aplaudimos y nadie nos escucha, y damos “me gusta” y una oleada de emociones encontradas envuelven al receptor de los “me encanta”. Y seguimos ahí, mirando para todos lados y buscando, hurgando, escarbando. Te sigo, me sigues, pero no te huelo mientras afuera la vida parece detenida al menos por instantes. Hay una conferencia en vivo y nadie se desnudará porque va contra las reglas, nadie se desinflará ni por supuesto habrá quien vuele como globo de Cantolla. Pero habrá, eso si, quien nos haga reír, y entonces pensaremos que la vida vale la pena, o más bien que el “clic” fue acertado, que ya no es eso, sino un toque en la pantalla, o una caricia para los románticos.

martes, 14 de abril de 2020

La velocidad de la vida



No sé interpretar este tiempo, no puedo entender el final de esta época. Quizá me acostumbré a los finales más menos fáciles, a leer con una soltura de ignorante el devenir, a calificar con astucia y necedad los eventos a mi alrededor. Así, fácil es ver el final de las cosas, en donde siempre hay un principio tal o cual, en donde las señalizaciones son claras, los anuncios luminosos y convincentes.

Ahora no sé nada, no me puedo comprometer con un final feliz, ni siquiera con un final catastrófico. Ni siquiera tengo la seguridad de que veré el final, y toda esa palizada que medio construí alrededor de quienes amo parece insignificante cuando todo alrededor se incendia. Construimos muros para nuestra seguridad, pero parece una labor que hicimos entre sueños.

He pensado escribir una novela para hacer literatura de urgencia, pero todas las historias que imagino están contagiadas por los nuevos tiempos, tiempos  que, como he dicho, no sé explicar del todo, o nada. Lo dijo tan claro, tan brutalmente claro, Mariana Enriquez en su texto titulado La ansiedad: leo demasiadas noticias, demasiada información que considero útil (apilo las ideas, las fórmulas de supervivencia en algún lugar dentro de mi, los grupos vulnerables, la utilidad de las mascarillas, mi debilidad estructural ante el covid-19), y pienso en mi familia también: en mi hermana y mi sobrino que en algún lugar de Michigan batallan con dolores de cabeza inclementes y fiebre y… Pero sigo leyendo, me como poco a poco a los Detectives Salvajes (como si se tratara no de varias lecturas, sino de una sola que me dura años), y leo lo que más entiendo: el rostro de mis hijos, el rostro de mi esposa, las nubes que tienen siempre la forma correcta.

No sé nada más.

Es una pequeña hendidura en el techo de mi casa que deja entrar a veces gotas de agua, a veces un chorro del que me hago a un lado pero no puedo dejar de ver.

No trabajo más en el café, lugar en donde escribí 13 novelas de una realidad que me parecía legible. En cambio camino muchas calles con mis hijos, calles solitarias que se tuercen para llegar siempre al mismo lugar: la casa. Nos hemos hecho especialistas en casa ajenas, en patios amplios, en espacios para los perros que no tenemos, en árboles para columpios, en cuartos para cada uno de nosotros. Por ello los niños no enferman tanto: se adaptan con una prontitud sorprendente (y no leen tanta mierda). Limpiamos nuestros zapatos, lavamos nuestras manos, pero siempre pienso en las posibilidades que hay de alojar en algún lugar un virus.

Los nuevos tiempos están atiborrados de cosas invisibles.

¿Debería acelerar mi velocidad de vida? ¿Vivir grandes aventuras? Imposible, la desaceleración está en muchos de nuestros actos, los amoríos quedaron en suspensión hasta nuevo aviso, las sorpresas tienen siempre la posibilidad de ser macabras. El llamado general es a la cordura social, a la estabilidad planetaria, a la concordia familiar, a la valentía, a la superación personal, pero únicamente somos personas en una mezcladora que es nuestra ciudad, nuestras ciudades, y en donde más o menos despeinados somos casi siempre los mismos.

¿Alguien más piensa en los rayos UV?, “the new coronavirus hates the sun”, dice un reportaje de la BBC, y los días soleados me parecen conmovedoramente bellos, y me da por imaginar que la vida es como siempre, que los balazos son el pan de cada día, como hasta antes de la pandemia.

sábado, 11 de abril de 2020

Cincuenta años





¿Hasta dónde voy a llegar? O debiera preguntar, ¿hasta dónde vamos a llegar?

Me siento amenazado personalmente por el covid-19, tengo que decirlo, creo que he pasado 50 años sin beber ni fumar inútilmente, pero puedo decir que he comido bastante bien.

El mundo sufre transformaciones irreversibles gracias a todos nosotros, a todos poco más o poco menos. Cuando nacemos tenemos un bote de basura al lado. Cuando nací no cantaron los ruiseñores, ni nacieron todas las flores, pero mi madre me miró con ojos amorosos, de eso estoy también seguro. En los años setenta fue presidente Luis Echeverría, encargado de la seguridad nacional durante la matanza del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco; José López Portillo lo fue también desde el año 76, de él dicen que era irresistible para las mujeres, y puedo recordar perfectamente a su esposa, Sasha Montenegro, en películas como La pulquería o Bellas de noche. ¿Qué sabía yo de eso ni de lo que vendría? Sólo imaginé que viviría en Baja California 26 años después de que naciera, o 27, pero antes solo deseaba irme al sur, a donde más verde había. La década de los ochenta la viví entre la Ciudad de México, entonces el Distrito Federal, y el Estado de Hidalgo, y como bien dice Antonio León: los años ochenta se las ingeniaron para ser una broma. La gente que recuerde con añoranza los brocados en las chaquetitas toreras, la ropa fluorescente y los juegos para deslizarse en el jardín, probablemente hizo mejores monas de aqua net para inhalar que nosotros. Recuerdo con añoranza esos años, las tardes luminosas en la Ciudad, mis pantalones ajustados, las interminables caminatas que me llevaban a todos lados y a ninguno.

A esa época me gustaría ponerle la canción de Madness, One Step Beyond, aunque esa es del año 79. Y Antonio tiene razón: llegué a usar alguna ropa con estoperoles.

En los noventa comencé a viajar con más frecuencia y recorrí rutas que considero primordiales en la geografía de mi vida, recorridos de los que guardo aún imágenes mentales y sensaciones que marcaron mis gustos y mis melancolías hasta hoy; a finales de los noventa comenzó también mi vida matrimonial en su primera versión. Cuando se comenzó a terminar el mundo, en el 2000, también comencé a escribir de manera constante, disciplinada, y entonces también me establecí en Ensenada como si no me fuera a ir jamás. Mi segunda versión matrimonial fue después del 2013, y también apareció (como magia, por supuesto), mi hijo Gabriel (escucho su voz mientras juega en el patio, aunque también la escucho cuando él no está). Mi hijo se llama Gabriel por el otro Gabriel, mi Amigo, a quien conocí en el CCH en los ochenta también. A la fecha he escrito trece novelas, si no me falla la memoria, vivo mi tercer y último capítulo matrimonial (espero, y Eva también), y voy al médico y le pregunto cosas que primero me parecen catastróficas y luego me causan risa.

¿Viviré la siguiente década? Ayer llovió intensamente, y siempre me pregunto si esas lluvias, si esa lluvia primaveral, será la última de la temporada.

A veces mi vida parece la de un muerto, la de un muerto feliz, si se pudiera decir, pero solo parece; ciertos días, cuando despierto, me doy cuenta de que sueño sin censura y a una velocidad inexplicable, pero ya no me sonrojo y continúo como si no hubiera pasado nada.