En Abril,
ciclo menstrual, mi primera novela, abordé el tema como sólo
se puede acomodar en una novela: desde la acción, desde la vida de los personajes. Cuando la escribía, me preguntaba: ¿cómo es el
sexo de los pobres, es como el de los cultos, como el de los infelices, como el
de los adinerados? Me parece que en
principio lo básico prevalece, pero que en la periferia de la “acción” hay
diferencias (aspectos como el olor, el sabor, las modas y costumbres
sexuales, la higiene, los lubricantes, accesorios…) basadas en la cultura y la
educación, incluso en la información que tienen las personas. Una persona con
información, por ejemplo, se cuidará de no contagiarse de una enfermedad
venérea, o atacará con pasión el punto G, no conocido seguramente por todos.
Alguien, así, dijo que mis novelas eran
profundamente eróticas, cuando yo sólo soltaba a los perros de mis obsesiones,
y me acomodaba en las fantasías, experiencias y supuestos del tema.
Lo cierto es que los motivos sexuales son
el motor de nuestros días; hay quien dirá que el amor, pero el amor justifica
para muchos al sexo. Cada uno de nosotros lo vive de diferente forma, lo
practica o no, lo persigue, lo procura, lo alimenta o no. Algunos lo tienen
cada día, incansables, otros lo perrean con dificultad, para otros no tiene
importancia tenerlo o no. Algunos solteros disfrutamos el gota a gota de los
encuentros sexuales, y otros jamás lo tendrán: basta mirar la soledad de los
que nos rodean… en un mundo de pubis depilados, de anos aclarados, de la
apoteosis de la belleza publicitada, los perdedores somos la mayoría.
Las relaciones sexuales parecen ser una
receta social, un listado de requerimientos a partir de lo bien visto, de lo
permitido, de lo aceptado, pero también de lo aprendido a partir de
estereotipos brutalmente introducidos en nuestra razón. Alguna vez escuché la
historia de un tipo que en el siglo pasado (probablemente antes que eso), se
había divorciado porque se asustó de los pelos de su esposa (acostumbrado a la
visión clásica de la vulva sin vello); y creo que no es un asunto viejo, está
en boga la desaparición de esas divinas matas, cuando a mi me fascinan.
Las relaciones sexuales, antes que una
receta, es parte de nuestra versión biológica que se va adaptando a las
creencias, a las tendencias, a las necesidades, a los gustos de una época. Pero
coger es coger, si me permiten la expresión, o al menos así debería ser, sin
ese peso cultural que se entromete en nuestras camas (o mesas, pisos, autos…).
Una regla elemental es: todos tenemos derecho a sentir, a disfrutar de
nuestros cuerpos, de otros cuerpos, de tener orgasmos o de sentir cosquillas,
de ser apapachados, de ser tocados… no importa si somos gordos, flacos,
piernudos, nalgones, desnalgados, peludos o lampiños… Y todos tenemos derecho a un cuerpo ajeno, o
muchos (cosa de cada quien), para esa interacción constructiva.
¿Cuándo nos preocupamos más por el
aspecto de nuestra barriga tumbada a un lado nuestro como si fuera un ser
aparte? ¿Cuándo nuestras estrías cobraron vida y se apropiaron de nuestros
sueños? ¿Cuándo necesitamos la piel perfecta para alcanzar el orgasmo sin
preocupaciones? ¿Cuándo se instaló la angustia como parte de nuestros
encuentros sexuales?
Por ahí encontré una afirmación que se atribuye a Marguerite Duras (El amante de la China del Norte, El amor, La amante inglesa,
La impudicia…): No es tener sexo lo que cuenta, sino tener deseo. Hay demasiada gente
que tiene sexo sin deseo.
Y me parece que aquí hay una parte
fundamental del juego amoroso, del juego sexual: el deseo, que podría resumirse
en el entendimiento de la realidad sexual como un acto más profundo en donde la
lubricación es natural, en donde la penetración es mental, en donde el orgasmo
cabe en todos lados, en donde el pene y la vagina pueden sobrar, en donde la
sombra del vello púbico es buen lugar para la ilusión, o la barriga de una
amante, la soledad que acompañamos con nuestras manos.
A coger, pues, o a soñar, que puede ser
lo mismo.