domingo, 13 de noviembre de 2016

El lenguaje de los ordinarios





Siempre, en determinado momento, hay una multitud de voces que llegan de todos los lugares, incluso en nosotros mismos. Cada uno dice lo que piensa, para lo que le alcanza, lo que tosca o delicadamente fuimos aprendiendo con el tiempo; acumulamos información desde que nacemos y nos vamos decantando en la posición ideológica que nos toca, como si fuera el destino. Influyen muchas cosas: la educación de quienes nos rodean, las costumbres sencillas o sofisticadas, el espacio social en donde nos movemos… A veces nacemos conservadores, a veces nacemos revolucionarios. Suele haber escisiones, cismas que nos acomodan en otras esferas, momentos que son propicios para hacernos de ideas radicales y lenguajes diferentes, que nos empobrecen o que nos enriquecen (si tomamos en cuenta la calidad de las ideas).

En un país ocurre lo mismo, los miembros de la familia nacional con más influencia se hacen sentir e imponen un ritmo diferente a la cotidiana mexicana, los tiempos que corren son una mezcla de la historia, del poder y sus miembros, de la pugna por ese poder, del empuje de nuevas ideas (propias y extranjeras), de la política internacional, de las tendencias económicas, de las presiones ambientales… Todo eso hace el presente y perfila el futuro, y todo ello es la materia prima del lenguaje de las mayorías (y de las minorías, por cierto).

Tenemos así el presidente que nos merecemos, y creo que en la historia hay terror pero no injusticia en términos lo absurdo (la injusticia social es otro plano que nos moldea); tenemos los policías que nos merecemos, los servicios médicos, la educación, la impartición de justicia que nos hemos ganado: eso es lo que hemos logrado con el lenguaje que tenemos.

Nuestro lenguaje es ordinario, utilizamos conceptos vulgares, no tenemos el conocimiento del bien común, el saber de lo que implica ser parte de una comunidad, la responsabilidad compartida de lo otro, de lo que no somos nosotros mismos. En la cercanía somos machistas, racistas, y violentos en un grado extremo, y en la ceguera de nuestros días entendemos todo ello como algo normal.

Pero algunos manejan otros conceptos, se comunican con otras formas, y esa elite mira la realidad aterrada, descompuesta, llorosa e indignada, como mínimo. Entiende el entorno, la amenaza de lo brutal, la sutileza del dolor ajeno, incluso la perrada del maltrato animal, la simpleza del abordaje de la realidad por las mayorías. Sin embargo, ¿podemos entendernos con ellos? A penas nos encontramos en terrenos nuevos y comenzamos a trastabillar, incendiamos los espacios en donde existe la posibilidad de espacios mejores, de convivencias superiores; el diálogo no existe, la comunicación básica se convierte en un camino tortuoso en donde salimos mal librados. El lenguaje de los ordinarios es simple y es limitado: es más sencillo decir una maldición que explicar un estado anímico, es más fácil decir un piropo que comprender la naturaleza de una ofensa, más sencillo desear la muerte que la educación del prójimo, más sencillo incendiar que levantar. Pero es un lenguaje efectivo, sólo se quejan los que pertenecen a la elite de los bien hablados, de los bien entendidos: malo cuando el piropo, la chanza callejera, es para la persona inadecuada, cuando la expresión obscena no va dirigida a la persona tolerante… entonces, el idioma de los educados se hace escuchar… un poco.

La ofensa tiene emisor y receptor, a veces la ofensa es tan común que parece que es la acción natural, la respuesta social adecuada ante un evento determinado: la edecán bailando frente a la licorería, la falda muy corta, el escote pronunciado... E incluso, me atrevo a decir, que muchas de esas agresiones no son mal tomadas, que son el efecto esperado antes un actitud también valorada más o menos concienzudamente.

Aun en el entendido de lo permitido y no, hay una expresión sobre de toda duda: el lenguaje de la brutalidad, de la maldad, o de la crueldad. Ahí están todos los males superiores, los que se acomodan sobre la cordialidad, sobre de la jocosidad del mexicano, sobre de su machismo o sus bromas domingueras de sexo entre pechugonas y hombres súper dotados: ahí están los desaparecidos, los muertos, los calcinados, los descuartizados, las mujeres que sembraron los campos norteños con ausencias notorias en sus cuerpos, las que se peinaron para verse bien y no se les volvió a ver. En ese espacio las palabras sobran e impera el reino de las expresiones de desesperación, de dolor, de angustia. En ese lugar endemoniado, todos parecemos entender.

¿Será la revolución la unificación de los entenderes del medio humano, social?, ¿el manejo de conceptos comunes?

En el país vecino, en las votaciones pasadas, habló la generalidad, la comunión de ideas de un gran grupo, la desfachatez de unos millones, el odio, el rechazo, la buena vibra de los vulgares, y en términos del lenguaje de la democracia, hablaron claramente.

Nada es más fuerte que la voz que plantea las cosas con claridad, y ellos lo hicieron, para sorpresa de los engreídos bienpensantes, de los vanidosos del buen saber.