domingo, 24 de agosto de 2014

Verano en la Ciudad de México




Finalmente encontré En la Patagonía (Bruce Chatwin), en una versión económica de Anagrama (Quinteto). Así pasa con los libros en México, como si fueran artículos de segunda mano en los mercados de pulgas (aquí en Ensenada, Los globos, simple y llanamente): los encuentras cuando ya perdiste toda esperanza. Quizá fue en El sótano, curiosamente lo olvidé, pero caminaba por el centro de la Ciudad, con mi hijo en brazos y una multitud detrás y delante de mi.

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Otro día, en la calle de Independencia, tuve miedo de morir, o de perder mi mochila, que es como una mutilación. En el baño de un café, al que llegué con extrema urgencia, estuve a punto del desmayo: una infección estomacal me tomó por sorpresa. Bastaron dos pares de pastillas de Loperamida, antibióticos recetados por un doctor que no quiso darme la mano cuando lo saludé, para terminar con mi hermano Horacio comiendo caldo de gallina, en Ayuntamiento. Después tomé el tranvía que se va por Lázaro Cárdenas y pasé por la deslucida Tlatelolco, que en otras épocas tuviera cierto brillo urbano.

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A unos pasos de Alvaro Obregón, en la colonia Roma, Gabriel y yo decidimos hacer una pausa, precisamente frente a un gimnasio con grandes ventanas que daban a la calle. Dentro, un numeroso grupo de mujeres y algunos hombres bailaban mecánicamente. Nosotros, entrados en el cansancio de los cuarenta, nos acomodamos sin siquiera acordarlo: la imagen de esas mujeres sudorosas y agotadas, de los hombres con cierto aire afeminado, era cautivadora. Efectivamente, parecíamos unos mirones atentos a los bamboleos de la carne, pero quizá se trataba de otra cosa: de disfrutar el agotamiento ajeno, de la liviandad de la noche mientras otros se preocupaban por sus cuerpos más jóvenes.

Igual nos levantamos sin discutirlo, y peinamos las calles aledañas, fotografiando la herrería de las viejas casas, preguntando por postres, y esperando a la lluvia que nunca llegó.

Terminamos cenando tacos de Alvaro O.

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El departamento de Gabriel está en Tacubaya, en el edificio Isabel (trazado por el arquitecto Juan Segura).

Hace un tiempo, festejando un fin de temporada de una puesta de Gabriel, lo recorrimos a la media noche hablando de sus virtudes espaciales. Ibamos David, una chica muy culta que atendía una tlapalería en calzada de Tlalpan, y yo. No recuerdo el nombre de esa mujer, pero entre los alcoholes y entre su encantadora charla, pasé una noche magnífica; le regalé casi como agradecimiento una de mis novelas, pero nunca tuve un comentario. Lo cierto es que habló del Art Decó, a propósito de la arquitectura del inmueble, e incluso del origen de la palabra tlapalería: de la voz náhuatl tlapalli, que significa "color".

Así es la Ciudad, la gente se pierde con facilidad, pero muchos recuerdos perduran y se reproducen con cada visita.

(texto publicado en el suplemento Palabra, del periódico El vigía: 
http://www.elvigia.net/palabra/2014/8/24/palabra-agosto-2014-168083.html)

jueves, 21 de agosto de 2014

Vacaciones




No dejan de haber noticias desalentadoras, desde el otro extremo del mundo hasta aquí mismo, con el desenfreno privatizador del gobierno priista y la legendaria banda de los legisladores porfiristas. Qué tiempos aquellos que siguen siendo los mismos. Pero al final, la gamberra Secretaría de Educación no se salió con la suya, y se nos concedieron 4 semanas de receso que le vienen muy bien a mis enfermedades oportunistas y a mis lecturas de puro placer. Por si fuera poco, tuve para viajar, desasiéndome de un poco de lastre en ventas oportunísimas, y la Ciudad de mis bibliotecas está a un día.

En estos días de sopor, me duerno con el ventilador prendido para espantar los buenos pensamientos, y con Cabrera Infante para encallar los malos; me abrazo de las malas palabras y me hundo en el lodo de las divagaciones afroantillanas. Que placer tan completo el de leer al cubano, y más que otras veces, en otras guerras, los libros parecen escapes imposibles a la realidad pesada como edificio derrumbándose. La peor violencia literaria me parece soportable, no así la abrumadora estupidez de los gobiernos.

Leer desde el fin del mundo.

Todo parece tan claro como el paisaje abierto de Haití, sin vegetación; no hay obstáculos para entender que la transformación del medio resulta catastrófica. El Honda 94, allá afuera, me provoca risa al imaginarlo chatarra, los Premios Estatales, la presentación de mi libro en Hidalgo, el calendario escolar de los siguientes 20 años. ¿Qué vale ante la implacable locura de la destrucción masiva? Cuando nos enteramos de la muerte de los dinosaurios, fue una cosa de la selección natural, cuando miramos a los padres abrazando a sus hijos muertos y pasamos la hoja, es la saña que anida en nuestros huesos.

Anteayer me lamentaba en silencio, pero el optimismo latinoamericano es legendario. Podemos reír en circunstancias asombrosas. ¿Es el desdén, es el entendimiento con la miseria? Miraba bailar a unas niñas cubanas en sus barrios proletarios y me decía: “lo latinoamericano no se va a agotar, siempre habrá barrios, pobreza, segregación.. y la vida que florece ahí.”. Y pude haber llorado, pero me reí, porque la ignorancia se tiñe de alegría que a veces es fulminante, y casi nadie dice que NO a la algarabía, aunque se baile en la tierra que será nuestra tumba.

Las páginas de Tres tristes tigres están llenas de gente, un pedazo de humanidad se asoma en la novela de Cabrera Infante. Ahí hay un resumen personal entre luciérnagas y dolor, ente la bulla, los sones y el ron; una Cuba pre revolucionaria, pero sobre todo eso, gente en su tumba de papel, en sus ecos infinitos bajo el efecto de la lectura, el retrato de nosotros mismos con rostros muy morenos, de nuestra y su desventura repetida a la manera de la Invención de Morel.

Feliz verano entre el desenlace de los tiempos.

(Texto publicado en el suplemento Palabra del periódico El vigía
http://www.elvigia.net/palabra/2014/8/10/palabra-agosto-2014-166430.html)