miércoles, 1 de abril de 2015

En el mar...




Cuando tienes demasiado tiempo estacionado en un café, terminas por conocer de otra manera esa parte de la ciudad, la calle y la gente que está a tu alrededor.  Como el Café San Ángel, en el viejo Vallarta. He visto a demasiadas personas pasar por aquí, entrar, demasiados días de calor, demasiada gente en ropa de playa; incluso lluvia, meseras que van y vienen como mareas lunares, vendedores, parejas con sus perros… Una vez conocí aquí a un tipo que tenía un casco incrustado en el cráneo, parte de él mismo; al parecer comenzó a utilizarlo en la adolescencia, creció y jamás pudo quitárselo; no deseaba hacerlo, ese caparazón le daba seguridad y se prestaba para darle un toque artístico: lo decoraba a una sola mano con motivos marinos, o bien haciendo referencia a eventos históricos. Otra vez miré a un trio de locales llevando un tiburón en hombros: era una bestia enorme que al parecer se había comido la mitad de uno de sus compañeros; se trató de una venganza.

No estoy de acuerdo con aquella tonada que dice que “en el mar, la vida es más sabrosa”, la vida es siempre igual, con sus altas y con sus bajas, si hubiera que explicarla espacialmente. Lo mismo miro el sufrimiento al nivel de el mar que en otras altitudes o posiciones geográficas. La vista es mejor, pero sólo si la comparamos de acuerdo a nuestros gustos y nuestras experiencias.

Al café vengo a escribir, pero me da por recordar. En estos días me siento al borde de un precipicio, pero me sostengo con dosis de cafeína, con mar, con gente y con evocaciones. Ahí es en donde aparece Magda.

A veces, antes de dormir también pienso en Magda.

Magda se quedó en Allá, pero se vino en trozos pequeños conmigo; puedo parecer superficial, creo que lo soy, pero antes que nada se me vienen a la mente sus senos, que estoy a punto de llamar pechos o mejor, chichis. Cuando era niño, “chichis” era lo adecuado; no sé cómo se va desacomodando lo simple. Hablar de los senos de Magda son palabras mayores, aunque sean pequeños como el hueco de mis manos, o enormes como los pensamientos perversos que se me acomodan en las soledades; los senos de Magda son, al instante de verlos, mirar en qué dirección apuntan, y más precisamente mirar al cielo (¿es natural la creencia en personajes mayores, en Dios, concretamente? ¿Es una forma de agradecer unos pechos tan encantadores? ¿ENCANTADORES como los encantadores de serpientes? ). Para uno que ha mirado, no tanto senos al por mayor, pero si pornografía en todas sus presentaciones, resulta conmovedor y asombroso encontrar algo con la precisión de los sueños.

La primera vez que los toqué con los ojos bien abiertos, estaba a oscuras y no pude entender lo que me querían decir.

La segunda vez la luz estaba prendida, pero a contraluz resultó vaga la imagen y me centré en el sexo (otra vez palabras vagas… en el pubis, en el triángulo oscuro de Magda), como por arte de publicidad, o artilugio del hipnotismo femenino; pero después de ello entendí la verdadera belleza, su verdadera belleza, del temblor con cualquier movimiento, pero no un temblor a sincrónico, no, un movimiento con la gracia de lo rítmico que no es necesariamente música, sino lluvia.   

Y perdí la noción del tiempo.

Pero en la belleza también está el dolor de lo que no podemos poseer, y es una condición natural de lo ajeno.

Si se tratara de una descripción física, caería en más lugares comunes. Me agradaría anexar una imagen, pero aún habría pobreza en la bidimensionalidad; lo atractivo está en las protuberancias, en salientes, en las formas que no se contentan con las líneas rectas, que se modifican como si el cuerpo entero ejerciera una fuerza gravitacional a la inversa… La textura, la complejidad de los vasos sanguíneos que dibujan mapas bajo la piel, las señales nerviosas que van de la punta de los pezones a otros universos, también receptores de frecuencias como cascadas estelares, como sombras de otros mundos.

Lo mismo, la simplicidad de la anatomía femenina, unos trazos, nombres cortos, planicies que no tienen fin porque no hay principio y no se llega a ninguna parte, porque el límite también es el inicio. Un ejercicio de eternidad.

Así me propuse escribir de lo imposible, pero lo ideal sería presentarlos a la lengua, a la punta de los dedos: Aquí lo imposible, allá el hambre de la piel. Mucho gusto, me quedo con ustedes, siempre. Pero entonces el recuerdo sería viral, y pasaría de dedos en dedos y de lengua en lengua, y el recuerdo sería persistente universalmente, hasta el fin de las mentes.



Los autos siguen pasando, y una serpiente acaba de salvar la vida porque fue ligeramente menos larga que la distancia entre las llantas de un sedán amarillo. Sigue lloviendo luz, y nada puede hacer el ventilador sofocado. Si cierro los ojos es imposible la oscuridad, si los abro, mis intestinos se iluminan. Y sigo recordando fragmentos de Magda.

sábado, 17 de enero de 2015

Mudanzas




No recuerdo las veces que me he cambiado de casa. Incontables. Uno va fortaleciendo ciertos músculos que sólo se utilizan en una mudanza, más que todo, el de la desesperanza. Inicialmente, los cambios parecen prometedores, los entendemos como trascendentales; después los vamos entendiendo como parte de las variaciones naturales de la existencia.

Sólo aquí en Baja California me he mudado al menos 11 veces.

La mudanza es un proceso de reacomodo, de organización, de limpieza, de desinstalación, de transporte, de instalación. Es un trayecto de un punto a otro en donde dependemos de un transportista para llevar nuestras cosas de un lado a otro. Armamos paquetes, agrupamos, envolvemos, desechamos, cuidamos objetos. ¿Qué es necesario, qué no lo es? Un penoso paseo por nuestra miserias, aquellas que cubrimos de sábanas más o menos blancas, que escondemos en los roperos, bajo el colchón. 

Las paredes de nuestras casas, los muros salpicados de vivencias, son los testigos de lo que llamamos intimidad; esa sombra alargada de nuestros actos que otros ven como formas, sin detalles. Y las vamos dejando, los viajeros, los inconstantes, los errantes, los inestables.

El nombre de la colonia de aquella casa que tanto disfruté, no lo recuerdo. Estaba a cinco minutos de Puerto Juárez. Un segundo piso con una pequeña terraza que daba a un jardín solitario; una pequeña habitación, cocina y baño; ahí dormía en una hamaca, rodeado de ventiladores que me mantenían fresco. Recuerdo una tormenta tropical, recuerdo amaneceres tibios, recuerdo a una vecina-rentera que me regalaba café, recuerdo ese breve trayecto a Isla, pasando por un ferri y el paraíso.

Colonia de Los doctores, luego la Roma, la Estación (en el Estado de Hidalgo; antiguamente ahí había una estación del tren), la Cuauhtémoc, Viaducto Piedad, Santa María la Rivera en la Ciudad de México... El Centro en Guadalajara, aquella casita de segundo piso en Cancún, el Descanso en Tecate, y hasta Ensenada y sus traslados. ¿Qué sigue? Sé el nombre de la calle, y la colonia, pero no sé cuánto duraré ahí, aunque se trate de una casa de mi propiedad.

De algo estoy seguro, la vida tiene un componente que es la movilidad. El difunto se establece definitivamente. En mis viajes, que así también podemos llamarlos, he perdido dos pequeñas bibliotecas. Ahora tengo mis libros en cajas, y la pregunta insistente: ¿podré llevarlos conmigo? Por lo pronto me acomodo en otra pequeña casa, aquí mismo, y espero que pasen los meses y me lleven a donde es extraño que se utilicen las cobijas.

¿Cómo será la existencia ahí en donde llueve torrencialmente en el verano? ¿Cómo será entender al mar en términos más tibios? ¿Aquella biblioteca será más rica que ésta o aquella? Más importante… ¿La violencia es palpable en esas tierras, hay que temer perder la vida por una ráfaga caliente, digamos, de plomo? Otro año, otra mudanza.

(Texto publicado en el suplemento Palabra del periódico El vigía)