El mundo invariablemente se transforma.
Me da miedo pensar que no pueda salir de este país, que nadie de
escasos recursos lo pueda hacer. Las fronteras parecen cada vez más
difíciles de cruzar. Hubo un tiempo, dicen, en el que la gente
cruzaba a Estados Unidos sin necesidad de papeles; hoy la Patrulla
Fronteriza dice que del año 2000 a la fecha, 10 millones de personas
intentaron pasar a ese país y fueron detenidos. Tengo visa para
cruzar al “otro lado”, y en realidad no sé que implique esto. El
control sobre las personas es cada vez más rígido: datos,
fotografías, registros únicos, credenciales... Se pretende que no
existan fantasmas, que siempre se sepa la identidad de alguien. En la
Internet también tenemos identidad, un número, y en ella se teje
una telaraña en donde direcciones electrónicas se entrelazan,
páginas de sociales, blogs... Es insistente la petición de anexar
nuestros números telefónicos, incluso nuestra dirección. Claro,
estoy en el buró de crédito y probablemente estaré en él hasta
que muera. Las calles están llenas de cámaras, el trabajo, las
fronteras, los edificios públicos, los locales comerciales, los
museos. Es probable que yo esté en muchos archivos públicos, que en
el hotel al que voy con mi novia me filmen mientras burdamente me
muevo sobre de ella. ¿Qué saben de mi? Es un hecho que para renovar
mi licencia me pedirán una muestra de sangre para saber si me drogo
(valsartan, aspirina, complejo B, omeprazol, su excelencia); lo de
saber si tengo antecedentes penales es viejo. Tengo 43 años y esto
es una mierda, y va para más mierda.
Si se diera el apocalipsis zombie, a
ellos nadie les pediría identificarse: se apilarían miles, unos
sobre otros, y saltarían cualquier valla para recorrer el mundo con indiferencia, y hambre.