La maldad es un dulce que a veces
escondemos en nuestra boca, pero me refiero a la maldad no de la que
aniquila, la que arrasa o la que descuartiza, sino a la maldad que en
religión se enseñorea, se viste de rojo y sepulta las tristezas.
Hay una maldad sobrevalorada, y otra más que es tan desmesurada que
no se entiende, o no se le quiere ver. Prefiero la maldad almibarada,
aquella de todos los días, la que nos hace personas, humanos, la que
nos lleva a creer que el mundo nos pertenece, la que nos hace mirar a
la mujer de nuestro prójimo, la que nos hace inventar historias
estúpidas... Lo que otros llaman mentir. Si si, la gente llora y
todo eso, la gente sufre y siente que la tierra se hunde a sus pies,
pero no deja de ser una ilusión pasajera, que deja una costra que
después cae (a veces uno se la rasca), y va uno coleccionando malos
y buenos momentos, y en una de esas, crecemos. Que miedo a sufrir,
que miedo a la maldad, que miedo al desequilibrio. Las calamidades
son la pasividad y el miedo mismo, y la aceptación de la brutalidad
como algo con lo que podemos vivir. Puedo aceptar que mi esposa se
acueste con otro, pero no puedo entender que alguien mate por matar,
que alguien perfore, que alguien patee el rostro de un niño. La
infidelidad es un helado que se derrite en la tibieza de nuestros
malos pensamientos, el hambre de media humanidad es una atrocidad que
me asquea. Puedo jurar en vano, puedo dejar de santificar las
fiestas, puedo escupir, malpensar, odiar, infiltrarme en la intimidad
ajena... Pero no tolerar idiotez... La vulgaridad es
el pan de todos los días, pero no puedo dar la cara por los que
torturan, por los que raptan, por los que roban la ilusión.
Habrá que valorar nuevamente, y
entender la vida en otros términos.