domingo, 18 de mayo de 2014

Muertos vivientes.




Nos vamos acostumbrado a las ausencias. ¿Nos vamos acostumbrando?

 A esos señores que perdieron la vida en los últimos tiempos, la mayoría jamás los miramos. Por lo que a mi respecta, siguen causando revuelo Julio Cortázar, Juan Rulfo, Roberto Bolaño, Guillermo Cabrera Infante e incluso, Carlos Fuentes. Un cadáver fresco, como el de Gabriel García Márquez, es polvo y nunca tuvo ese intenso tufo de la cadaverina, pero ahí está con sus inolvidables visiones de la realidad latinoamericana. Pero a los escritores los abordamos íntimamente, y en sus lecturas los vamos haciendo amigos, los vamos queriendo o detestando, y ahí en el librero tenemos piezas complejas de sus pensamientos, tardes de bromas macabras, vuelos existenciales, sentencias, construcciones, retoques, divagaciones, lucidez endemoniada... Son familiares. Entonces lloramos sólo a sus fantasmas, a lo que menos teníamos para nosotros.

Y sin embargo, me detengo angustiado por la vida del amigo que nunca me miró, y me pregunto: ¿sufrió el desgraciado? Julio Cortázar, renovador de la estructura del lenguaje, murió de un proceso leucémico, o de la jodedera de un virus cabrón, dirían otros. Roberto Bolaño, regenerador de la literatura en castellano, de un grave mal hepático que lo enflacó y lo hizo un tipo macabro y divertido. Guillermo Cabrera Infante, indispensable de la cultura cubana y latinoamericana, de septicemia, que suena a mordida de lagarto con baba infecta. Carlos Fuentes, peligroso comunista para el FBI, de una hemorragia masiva, que debe de ser mucho peor que las hemorragias apáticas. Y Juan Rulfo, el NUESTRO, de cáncer de pulmón, intuyo de tanto andar en esos llanos desolados en llamas. La neumonía de Gabriel García Márquez igual la pescó en Macondo, con esas fiebres de selva incurables.

Muertes masivas, malas, celulares, virales... Muertes lejanas a los fusilamientos, a las malas caídas, a los suicidios masivos de ballenas, a los tropiezos en altitudes sin oxígeno, a los choques de trenes o catástrofes aéreas. Ni muertes de hambre, ni madres. Más cercanas a la cisticercosis y a las transgresiones genéticas, a la locura de la reproducción celular y a las bacterias asesinas. ¿Les dolió el cuerpo al morir? ¿Tuvieron la perra claridad de los últimos momentos? ¿Tuvieron fe en los antibióticos, en los tratamientos experimentales? ¿Cuánto duró su resistencia a la muerte?

Está última pregunta es la que más me atormenta como amigo (al menos lejano), como cercano lector, como íntimo seguidor... ¿Cuánto dura la resistencia a la idea de que vamos a morir? A esos hombres los queremos a ciegas pero a profundas también, como si desde siempre fuéramos Nosotros, como si desde siempre dijéramos somos Todos.

¿Cuál será nuestra fractura, nuestro cansancio orgánico, nuestro veneno, nuestra liberación? Me duelen las manos por eso de los túneles del carpo, pero lo que más me duele, es México, ahí en la realidad de la ingle.

(Texto publicaco en El Vigía: http://www.elvigia.net/palabra/2014/5/18/palabra-mayo-2014-158578.html)

lunes, 5 de mayo de 2014

Cuando la quincena se termine



Recuerdo como mías esas andanzas de Henry Miller, pidiendo dinero a sus amigos para sacar adelante los días; muchas veces lo obtenía y lo gastaba con alguna mujer, invitaba a sus amigos a comer o pagaba otras deudas. Entonces trabajaba organizando a empleados que entregaban telegramas en Nueva York (Western Union), y detestaba su trabajo aunque algunos de sus buenos amigos estaban ahí. En la traducción española él decía “tirar el sablazo” al referirse a los prestamos que pedía y su obtención. Cuando leo esos pasajes en sus Trópicos puedo sentir el bienestar que le daban unas monedas, porque eso significaba: comer, moverse, estar con una mujer.

Sin embargo, Miller vivía en la miseria.

Es una imagen romántica del escritor, pero lo mismo podemos decir de millones de personas que no tocan un libro en casi toda su vida, y que subsisten sin ese poder de convencimiento que tenía Miller. Un tipo común ¿a cuántas personas les puede pedir dinero? Muy pocas, y mientras no esté endeudado con ellas, pero es más probable que se rodee de personas que como él, no tienen un peso de sobra.

Miller tenía a la humanidad para él, por el trabajo y por su facilidad para socializar, y residía en una ciudad como Nueva York. Ensenada es una ciudad pequeña, y pequeños son nuestros círculos sociales, así que el escritor pobre local puede...

Uno: Vender sus propiedades (muebles, libros, y otros valores). Los libros no interesan a muchos en un país de pocos lectores, por cierto.

Dos: Empeñar alguna joya de la familia u otro objeto que no se quiera perder... Pero me atrevo a pensar que de cada 10 cosas empeñadas se pierden la mitad, como mínimo.

Tres: Si tu historial crediticio es limpio (o fue limpio alguna vez), tener crédito en Coppel, por ejemplo, que te puede “alivianar” en cierto momento. Por supuesto, los intereses son brutales.

Cuatro: Los préstamos sobre la nómina son finitos, y también son sangrientos con las comisiones.

Y salir a la calle, no quedarse en casa, mirar gente, cargar siempre con sus libros (los de su autoría) para vender con cierta elegancia... Así es, andar por esas calles lindas del centro, llegar a Coppel y averiguar que tiene pagos vencidos... Recibir una llamada de Santander y temer que ya estén dando con su domicilio actual... Y llegar a Banamex con la agradable sorpresa de 1000 pesos de crédito puro, limpio, pleno y satisfactor.

Las becas son una ilusión, los benefactores millonarios son fantasía. Existen, eso sí, los amigos, los que en esos momentos te abrazan y hacen lo que pueden sin consultar al Buró de Crédito, a quién nadie hacía caso hace algunos años.

Para esos amigos, esta nota.