domingo, 23 de marzo de 2014

Publicar




He escrito a un representante literario. Lo conocí en El País, y no es que le diera la mano, pero miré su nombre y dije: “ese es”. Ese es quien resolverá mis dudas del fantástico mundo de los escritores bien publicados, quien me ayudará a comprender la banalidad de mis textos, o quien me indique su fortaleza narrativa o sus debilidades sintácticas; probablemente quien me de un indicio de mis extravíos más inesperados. Quizá responderá porqué el limón es tan caro en México y el porqué de la inocencia de los dueños de las gasolineras en Ensenada, y el porqué de los tonos de América Latina: luminosa y macabra, en una combinación que es en más probablemente una polarización, o un distanciamiento a medias, o una manera de ver las cosas, negativamente o con optimismo, como usted quiera.

O quizá no responda. Lo cierto es que he arrojado una botella con un mensaje en el mar embravecido por el desencanto social o por mis malos pensamientos, más probablemente por los cambios estacionales de la frustración; si regresa la botella es que nuca se fue. Estoy acostumbrado a las respuestas tardías, a los largos silencios de los editores (no el de las universidades norteamericanas, lo que es un chiste personal), y también al ruido de los roedores, al ladrido alocado de los perros y al llanto, a veces el mío. Podría no responder, asustarse con mi texto circular y débil, como el vuelo de un avión de papel, con mis palabras-goteras llenando pequeños vasos, a veces piletas enteras, casi siempre retretes.

Lo que realmente quiero es comenzar la otra novela, eso es el hambre de cada día. La novela que no se publicará, la que no ganará ni premio ni mención, la que no tendrá más de 10 lectores pero que llenará mis días.


El ruido de mis tripas no me dejaba trabajar en paz: compré un hot dog de 12 pesos y pedí fiado, aquí en el café, un sandwich y el té helado; y para cerrar, escribí este breve texto, e irónicamente, en la parte superior de la ventana en el monitor dice claramente: "publicar". Publico, pues.

martes, 18 de marzo de 2014

Variopinto.


Son demasiadas ideas.

Lo de la comida de corazones humanos, por parte de algunos narcotraficantes en México, me remite al mismo México, pre hispánico, pero con otras connotaciones y en contextos muy diferentes. Es más cercano al apocalipsis zombie que a los rituales asociados con la fertilidad, el maíz o la lluvia. La pobreza en la imaginación de esos hombres es descalabrante (palabra que naturalmente no existe), pero no deja de ser terrorífica.

El fin de los tiempos es el principio de los tiempos.

¿La historia de la crueldad es también la historia de la estupidez?

Casi todas las frases escritas tienen una fila de largos pensamientos. Quizá nadie entiende. Proyectos, abandonos, frustraciones, lecturas, obsesiones, miedo. Todo en una cabeza de tamaño normal.

También pienso en mis próximos 44 años, y en esas nuevas sensaciones de la madurez. Así debo de llamar al blog: sentimientos de madurez (je, me cago de risa).

Volviendo a los comedores compulsivos de corazones... Tampoco lo hacen por la energía del vencido, sino como parte de un burdo lenguaje, el del miedo. La imagen romántica del narcotraficante de buen corazón se diluye en charcos, qué digo charcos, en lagunillas de sangre, mocos, y orina. Es decir, probablemente la contradicción sea de origen: no hay bondad en la maldad, no hay inteligencia en la irracionalidad.