Hace más de 30 años, Gabriel Trujillo publicó Literatura bajacaliforniana: tendencias, propuestas y protagonistas. En dicho texto hacía un análisis sobre la literatura en la localidad, precisando los elementos que la conformaban, su condición y un esbozo de reflexión al futuro. Lo primero que saltaría a la vista es la enorme cantidad de autores, proyectos editoriales, corrientes creativas y foros de expresión que confluyen en un mismo objetivo: el desarrollo literario de la entidad, nos dice, y no deja de parecerme fascinante.
En el ámbito del trabajo de Gabriel Trujillo, la producción literaria de Baja California comenzaba a interpretar la realidad norteña con un discurso propio, y daba una presentación más o menos original después de pasarla por el tamiz de las ideas; el arte literario. Atrás quedaba la Generación de la Californidad, Voz Amerindia y Rubén Vizcaíno; Letras de Baja California, la antología Siete poetas jóvenes de Tijuana: Ruth Vargas, Víctor Soto Ferrel, Alfonso René Gutiérrez, Felipe Almada, Luis Cortés Bargalló, Raúl Rincón Meza y Eduardo Hurtado; la Generación 54-64: Rocina Conde, el mismo Gabriel Trujillo, Raúl Acevedo Savín y más; la generación de la Ruptura: Federico Campbell, Francisco Castillo Uriarte, Luis Humberto Crosthwaite, Daniel Sada, Juan Antonio Di Bella, Tomás Di Bella, y otros. Y ya fuera del grupo analizado por Trujillo, la Generación X, conocidos también como “los finiseculares” o Generación Transmilenio, con el sello particular del realismo sucio: Fran Ilich, Heriberto Yépez, Cristina Rivera Garza (que entiendo pertenece a otra región geográfica), Rafa Saavedra, Jorge Alvarado Robles, Javier González Cárdenas —¿con ellos comenzó a existir una vanguardia capaz de explicar no únicamente lo regional, sino la realidad profunda en un contexto más amplio? —. Después de varias décadas, las voces de la literatura bajacaliforniana se habían multiplicado en un sentido que fortalecía la visión singular de un espacio único. Ochentas, noventas, nuevo milenio, siguió siendo obligado presentar la cara frente a la propuesta del Centro, con sus fugas y con sus retornos, así mismo con la incorporación de escritores de todas partes —no habría por qué sorprendernos el ir y venir de ganadores y fracasados—, dinámica migratoria y de flujo de ideas.
¿Qué ha cambiado? Después del oficio de Trujillo Muñoz de documentar los detalles, ¿cuál es el panorama de la literatura en la entidad?, ¿quién destaca? Hay los que tocan temas que involucran al imaginario norteño —viendo al sur algunos, al norte otros—, quienes escriben del sur y para el sur, quienes escriben sin pensar en continentes. En palabras de Heriberto Yépez: “en algún momento de nuestra vida todos seremos un escritor fronterizo...”, o norteño, y hay quienes desde aquí triunfan en el sur: en dramaturgia, Hugo Alfredo Hinojosa; en narrativa Daniel Salinas, Elma Correa y Ana Fuente, quien radica en Ensenada desde hace 11 años; en poesía Carlos Alberto Rodríguez Delgadillo y Gerardo Ortega; y en ensayo Ramiro Padilla, que se montó a la ola de los medios y que queda en él la diversificación de sus temas y el fortalecimiento de su narrativa.
Vamos por partes. Un concienzudo análisis de la producción literaria local apenas lo realizaría un académico, un suicida de su tiempo. Deberíamos entender la temática que se establece en la ficción, su relevancia en el entramado del contexto del norte —¿es literatura del norte la que se esfuerza por explicar la realidad del sur?, no descartemos la importancia de formarse en las calles de Tijuana o Ensenada—, así mismo el mercado, al que se busca llegar, incluso la postura del escritor emigrado. Apenas un destacado investigador de las letras, aspirante a medallas al mérito o tiempo completo. Entender dónde se forman nuestros alevines literarios, de qué piezas se agarran —quién lee a Rafa Saavedra, quién se avienta a Josefina Vicens, José Agustín o a Vicente Leñero, quién a Daniel Sada—. En una grotesca ensalada, en la que sobresale decentemente Ernesto García con una narración llamada El puñal —me detengo únicamente en los narradores—, y en la que se pretende dar una muestra de autores novísimos de Baja California, encuentro biografías que relacionan lo mítico y lo sagrado, poetas, genios implosivos, solitarios, enamorados, azules, entusiastas por la tecnología, bailarines de salsa y tango, ilustradores y actores que gustan de caminar por la playa. ¿No es para sentir nostalgia del recalcitrante odio a los chilangos que unificaba barriadas?, ¿no era más productivo no irle al América? Narrativa pueril, referencias chistosas, originalidad forzada. ¿No parece que hablamos de un mosaico inacabado, como buena tierra de nadie?
El estado de salud de la literatura bajacaliforniana ya no se puede medir por su amor al mar o al desierto, ni por los balazos a la carne o al cielo, ni por la jocosa malformación del inglés o el castellano y su mezcla chispeante, ni por la incursión de las letras en los medios electrónicos —¿qué blog nos sorprende ahora? —. Me parece más robusta la labor de los poetas que abandonaron las playas, como Antonio León, y los que siguen a pie, como Carlos Loya diseccionando la intimidad; o los que se fueron con una idea clarísima de la montaña de basura de la humanidad y siguen escribiendo como si siguieran aquí, ahí está Jorge Valenzuela. Sin embargo, ¿quién hace crítica literaria en el territorio norte?, ¿en dónde encontramos el análisis objetivo de literatura bajacaliforniana? Puedo decir que me gusta León, Loya, Correa o Valenzuela, pero debemos entender al oficio no únicamente como un ejercicio de lectura, sino como un ejercicio de intercambio de ideas y feroz escrutinio, de provocación. En este ambiente, los editores independientes funcionan no como catalizadores, más bien como perpetuadores de la publicación sin fondo, en un juego de autocomplacencia que genera el aplauso que nos damos a nosotros mismos.
Los que tienen su lugar en La enciclopedia de Baja California continúan, homenajeados y sonrientes, abrazando la nostalgia, aunque su producción se detuvo décadas atrás y la esperada evolución de sus letras no dejo de hacerse esperar. —¿cuántos de ellos se convirtieron en promotores culturales? —. La robustez de una literatura descansa en las nuevas propuestas, en su pertinencia y originalidad. ¿Cuántos Pedros aguanta una literatura nacional?, ¿cuántas veces podemos retratar la existencia en la avenida Revolución sin que parezca que damos círculos? Propongo una antología de jóvenes escritores norteños, quizá una antología de poesía amorosa y otra que se llame Del vino, el mar y el desierto; profundicemos en las entrañas de lo que llamamos crush, y formemos talleres de literatura con armas de alto calibre y jerarquización en organizaciones criminales, ¿lo que sea para darle lustre a nuestras letras, a nuestras nuevas letras? Y, ¿cómo debe actuar un escritor frente a las cámaras? No es trivial, los escritores mediáticos se posicionan mejor con los públicos iletrados, los temas de actualidad lucen como vestidos con chaquiras, los posicionamientos populares a la medida —la corrección política nos asegura un mayor número de seguidores, la comodidad de las discusiones banales—. A río revuelto, ganancia de los cobardes. ¿Los escritores guapos tienen más posibilidades de ser exitosos? ¿Se trata también de la banalización de la literatura, de sus cuestionamientos?
Lo que resulta obvio es la efervescencia de quienes creen manejar el lenguaje poético, masturbándose mientras meditan frases recortadas para explicar el gran amor que la novela desenmascaró hace mucho. En ese aspecto, seguimos esperando a las y los novelistas, a nuestra Fernanda Melchor que saque el diente, que diga lo que se cree impensable, a quien se atreva a construir un estilo que prevalezca sobre las narraciones. En este camino, Montserrat Rodríguez Ruelas, mexicalense, ganó el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo (2021); habrá que leerla e indagar su postura, por lo pronto, no responde mis mensajes.
Será que, en nuestra inmadurez, ¿necesitamos a otro Rubén Vizcaíno? Será que —como también lo dice Yépez— ¿estamos, seguimos, norteados? ¿Será que debemos entender al Norte no como un lugar “especial” y comenzar a mirarnos como parte un territorio más amplio? En ese camino, ¿perderíamos algo, eso que llaman identidad?, ¿los mexicanos fronterizos somos otros?, ¿debemos ser norteños para ser únicos? Lo anterior no me deja de parece un tema que se aborda, precisamente, desde la literatura (a mi me agrada la novela); se trata del cuestionamiento de lo que hacemos, y de nosotros mismos.