jueves, 22 de junio de 2017

Morir para vivir


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¿Cuánto hay que morir para vivir? Es una pregunta constante durante lectura de En el camino (On the road, Jack Kerouac). Y ¿por qué habría de sufrir para entender, por qué habría de tocar fondo, de medio agonizar de hambre, de reconocer la miseria? ¿Se trata de una expiación, de una purga existencial?

Debo reconocer, la novela es arrebatadora, las historias instantáneas son fuertes, como licuadoras de ideas; la relaciones entre las personas son entrañables, eternas.

Pero, ¿qué sucede en nosotros cuando sufrimos?, ¿la respuesta es por que “sentimos”? ¿Los sentimientos tienen diferente peso, pesa más sufrir que ser feliz? ¿O es la razón del sufrimiento y la felicidad la que nos da la diferencia? Es decir: ¿es lo mismo sufrir de amor que sufrir de hambre?, ¿causa el mismo efecto? Más aún: ¿hay un sufrimiento intelectual?, ¿somos tan presuntuosos?

Yo mismo, después de la lectura, parecí entender de otra manera mi vida. Esa hambre de vivencias, de correrías, esa ¿afición por el dolor? me pareció familiar. La incomodidad como un sillón para mirar los muertos pasar. Entonces, ¿la desdicha es el caldo de cultivo más sabroso para los escritores? Probablemente un escritor “feliz” escribiría de cómo lograr esa paz espiritual, pero, Kerouac nos deja un vacío demoledor, al mismo tiempo que una estampa perdurable de la decencia y la indecencia humana, y, que huevos, no deja de haber belleza en su texto.

Entonces aparece la gente. En el camino, Tim (alter ego de Kerouac), y el mismo Dean (su amigo inseparable, ángel y demonio), se entienden con la gente sencilla como si se tratara de la revelación de la vida. Los incontrolables, los que se perdieron en el camino, los descarriados tienen más que ofrecer, pues en ellos está la pasión. La pasión en contra de la inmovilidad, el ardor en contra de la muerte en vida, la exaltación como ambiente ideal, que es al mismo tiempo un camino a la posible muerte. Pero, ¿no nos vamos a morir todos?, es decir, parece que la propuesta es: hay formas decentes y formas indecentes de morir (¿cómo prefieres tú?).

Estilos de vida, pero para entender más, para observar con profundidad, para abarcar más realidad, ¿no es necesario tener un punto de vista diferente, menos transitado? ¿La miseria es la orilla opuesta, tan detestada, temida o evitada? Ahí se establece Kerouac, en ese punto opuesto de la gracia: la penuria, la marginación, porque ahí entonces está la novedad, la contracorriente, la abundancia en términos humanos.

¿La pobreza vende, o vende el abordaje de la realidad desde la pobreza? Nadie quiere ser pobre En el camino, pero el dinero se gasta en esos arrabales, y si se tiene que precisar, en esos caminos. El movimiento es otro motor, y es la dinámica de la existencia lo que nos da otra sensación, el vértigo y las multitudes que ancladas en un lugar son la comidilla de los ojos, de las almas y los apasionamientos del que pasa y se va para no regresar.

En el camino no es una novela de viajes, no al menos a la manera de Chatwin o Cees Nooteboom, pues se centra en las propias entrañas, se establece como un viaje a través de la gente y de la desesperanza; es más bien lo contrario a lo que diría Pamuk en Me llamo Rojo: él sugirió que habría que caminar 150 años para que el diablo no nos alcanzara… Aquí hablamos de caminar justamente con el mismo diablo, del que somos en grandes tramos su medio de transporte.

(Texto publicado en Piraña: https://piranhamx.club/index.php/quienes-somos-2/plantum-carnem-critica/item/363-morir-para-vivir-oscar-angeles-reyes)

jueves, 23 de marzo de 2017

La vida según Miller


 
En mi último acercamiento a Henry Miller, vía Trópico de Capricornio, encuentro a un Miller más crudo. No he leído su obra cronológicamente, y encuentro a un Miller menos sutil, si podemos tomarnos esa libertad, que en Sexus (posterior a Trópico de Capricornio), por ejemplo; pero no me refiero a la temática, sino al uso de ciertos adjetivos, de ciertas imágenes que nos remiten a la miseria humana o a la simpleza de la existencia resumida en nuestros productos de desecho, o nuestra basura.

Sin embargo, los tópicos son idénticos: el amor, la insensatez de la vida moderna, la vacuidad de los objetos y la importancia desmedida que se les da, su preferencia del hecho, del evento, de la acción. ¿Qué es importante?, parece preguntarse constantemente, ¿por qué no cambiar de vida de un momento a otro?, “¿Por qué sigues viviendo como vives?”.

El laberinto de las ideas en sus trópicos y la Crucifixión rosada parece tan simple, y sin embargo el extravío es común. Pero no es una errancia sin objetivo ni efectos, es su cuestionamiento básico: ¿de qué se trata todo esto?

Las vagancias de Miller por Broadway, por Time Square, por las avenidas de Nueva York son inéditas para mi, pero no dejan de darme un reflejo de mis propias caminatas en la Ciudad de México, en la misma Guadalajara, en donde podía caminar por horas sin llegar a un lugar en particular, o llegar a cualquier sitio; cuestionar el ritmo de la gente, su destino, palpar las bolsas del pantalón vacías, meterme a un cine buscando historias, comer, siempre comer para tomar energía para seguir caminando y buscando… Todo es familiar.

En Miller el hambre es de todo, el hambre de una chuleta o de unas albóndigas, el hambre de un buen polvo (en la traducción española), de coger, de follar… El hambre de la gente, de hablar, de escribir. ¿La razón de la vida está en la gente, entonces? Miller siempre se rodeó de ella, no parecía buscar la soledad, parecía buscar el contacto humano, la vagina bien lubricada, la ironía de los amigos, la sabiduría de los extranjeros. ¿Ahí está la vida nueva? ¿Podemos cambiar la vida?

Ayer caminé con mi hijo en ésta pequeña ciudad y primero comimos rollitos primavera (chun-kunes para la gente de aquí), luego fuimos a una taquería y nos llenamos de unos tacos grasosos, y al final llegamos a casa. No había ninguna Maude de actitud hostil para recibirnos, pero había la misma sensación de búsqueda, las mismas ganas de volverme a sentar a escribir, la misma henchida cantidad de imágenes que se van acumulando con los días, con los años, y que en cierto momento se vacían en un libro… Los mismos cuestionamientos, ¿herencia burda de mis lecturas?, sobre la necesidad de tanta mierda en la existencia.

¿Por qué tantas complicaciones? En la escuela tienen semanas pidiendo mis papeles que comprueben mis estudios, mi identidad, y simplemente llego saludando y diciendo: “mañana sin falta”. ¿No es lo mismo?

Sin embargo, los recursos de Miller eran ilimitados, su comprensión del mundo lo proveía de lo que necesitaba, humano y material, y la pobreza la definía a partir de un modo de vida y no de la acumulación de bienes; sus cuestionamientos eran desde la abundancia, desde la bastedad de las experiencias, desde el hastío de la observación, desde la exuberancia de la vida misma, la vida que el cuestionaba y concebía desde su modus operandi, llevada al extremo de la honestidad.

Me quedo con los viajes de Miller, con sus vagancias mentales, con sus digresiones, con su potencia, con su energía que parecía inagotable, con sus choques frontales con la realidad de los que siempre salía bien librado, integrado, digamos, a una realidad que transformaba en la dirección que miraba, o que experimentaba. Y en tanto, como para matar el tiempo, yo me como un sope de picadillo esperando la hora de la salida, y la hora de mirar a mi Mara (que también es June, o Mona, o Sol, o Eva…), y me pregunto con miedo: ¿cuándo comenzaré a escribir ese otro libro que se atora en mis costillas?, y, para no perder la costumbre: ¿hasta cuándo seguiré viviendo así, cuándo cambiaré de vida? Quizá nunca, pues habría que trabajar demasiado en ello, y rendirme de otra manera al mundo (que también es idea de él).