martes, 14 de abril de 2020

La velocidad de la vida



No sé interpretar este tiempo, no puedo entender el final de esta época. Quizá me acostumbré a los finales más menos fáciles, a leer con una soltura de ignorante el devenir, a calificar con astucia y necedad los eventos a mi alrededor. Así, fácil es ver el final de las cosas, en donde siempre hay un principio tal o cual, en donde las señalizaciones son claras, los anuncios luminosos y convincentes.

Ahora no sé nada, no me puedo comprometer con un final feliz, ni siquiera con un final catastrófico. Ni siquiera tengo la seguridad de que veré el final, y toda esa palizada que medio construí alrededor de quienes amo parece insignificante cuando todo alrededor se incendia. Construimos muros para nuestra seguridad, pero parece una labor que hicimos entre sueños.

He pensado escribir una novela para hacer literatura de urgencia, pero todas las historias que imagino están contagiadas por los nuevos tiempos, tiempos  que, como he dicho, no sé explicar del todo, o nada. Lo dijo tan claro, tan brutalmente claro, Mariana Enriquez en su texto titulado La ansiedad: leo demasiadas noticias, demasiada información que considero útil (apilo las ideas, las fórmulas de supervivencia en algún lugar dentro de mi, los grupos vulnerables, la utilidad de las mascarillas, mi debilidad estructural ante el covid-19), y pienso en mi familia también: en mi hermana y mi sobrino que en algún lugar de Michigan batallan con dolores de cabeza inclementes y fiebre y… Pero sigo leyendo, me como poco a poco a los Detectives Salvajes (como si se tratara no de varias lecturas, sino de una sola que me dura años), y leo lo que más entiendo: el rostro de mis hijos, el rostro de mi esposa, las nubes que tienen siempre la forma correcta.

No sé nada más.

Es una pequeña hendidura en el techo de mi casa que deja entrar a veces gotas de agua, a veces un chorro del que me hago a un lado pero no puedo dejar de ver.

No trabajo más en el café, lugar en donde escribí 13 novelas de una realidad que me parecía legible. En cambio camino muchas calles con mis hijos, calles solitarias que se tuercen para llegar siempre al mismo lugar: la casa. Nos hemos hecho especialistas en casa ajenas, en patios amplios, en espacios para los perros que no tenemos, en árboles para columpios, en cuartos para cada uno de nosotros. Por ello los niños no enferman tanto: se adaptan con una prontitud sorprendente (y no leen tanta mierda). Limpiamos nuestros zapatos, lavamos nuestras manos, pero siempre pienso en las posibilidades que hay de alojar en algún lugar un virus.

Los nuevos tiempos están atiborrados de cosas invisibles.

¿Debería acelerar mi velocidad de vida? ¿Vivir grandes aventuras? Imposible, la desaceleración está en muchos de nuestros actos, los amoríos quedaron en suspensión hasta nuevo aviso, las sorpresas tienen siempre la posibilidad de ser macabras. El llamado general es a la cordura social, a la estabilidad planetaria, a la concordia familiar, a la valentía, a la superación personal, pero únicamente somos personas en una mezcladora que es nuestra ciudad, nuestras ciudades, y en donde más o menos despeinados somos casi siempre los mismos.

¿Alguien más piensa en los rayos UV?, “the new coronavirus hates the sun”, dice un reportaje de la BBC, y los días soleados me parecen conmovedoramente bellos, y me da por imaginar que la vida es como siempre, que los balazos son el pan de cada día, como hasta antes de la pandemia.

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