El placer no siempre viene en momentos perfectos. De ninguna
manera me estaba involucrando con mi alumna universitaria, sino con su madre.
No es que la joven no fuera encantadora, pero hay brechas que se abren entre
las personas, entre los cuarentones como yo y esas juventudes alistadas en una
mecánica que, tengo que aceptarlo, no es precisamente asequible. Yolanda se
llamaba la madre, Yolanda se llamaba la hija, algo muy latinoamericano.
Dentro de todo estaba el respeto, la ética, la simple
comunicación con la joven, pero también la libertad de mirarla, de apreciar su
belleza endemoniadamente fresca, sus piernas torneadas, la insinuación de un
cuerpo macizo, turgente, en donde poco importaba el cuidado o la limpieza. Los
jóvenes carecen de esas virtudes, no las necesitan. Pero hasta ahí, sin más
avances que la rutinaria relación entre un profesor y los cientos de alumnos
que tendrá en su vida. La historia concreta de esa Yolanda joven y arrebatadora,
de sonrisa huidiza y de cabello revuelto, se acaba aquí.
Y aquí comienza la historia del reflejo en un espejo
transformador, en donde yo miraba a la madre de esa Yolanda, mi colega en una Facultad
vecina. Yola, así la llamaré, comenzó a hacerse familiar por las mañanas, cuando
ambos compartíamos un horario similar de entrada, y un espacio en el
estacionamiento. Para comenzar, quizá lo más llamativo de ella era su propia
hija, pero esa pequeña traición nos acercó con la fuerza de la casualidad (un
tropiezo en el pasillo, un encuentro en la cafetería, y una charla a propósito
de… los hijos). De ahí, todo se fue por el camino de la soldad, de la
desesperanza que se va diluyendo, de la familiaridad y de la atracción, con
largas charlas cibernéticas que iban subiendo de tono, que iban explorando
nuestras expectativas, nuestras hambres y nuestros cuerpos. Que fácil resulta
la comunicación cuando no están presentes las leyes de la presencia física,
cuando se obvian un montón de requisitos sociales. Así comencé a saber que los
senos de Yola eran muy sensibles, que le gustaban los besos suaves y largos, y
que se humedecía ante la más mínima insinuación amorosa. Eso me dio esperanza,
la humedad entre sus piernas, parece mentira.
Qué fácil es querer a la distancia, desear se convierte en
una urgencia.
Y un día, armándonos de adulta valentía, uno de esos terroríficos
sábados de soledad futbolera, nos citamos en un café del centro de la ciudad y nos
besamos en el auto por primera vez. Cuando buscaba bajo su falda, adorando lo
que no miraba con los ojos cerrados, ella suplicaba: “no somos unos niños… no
aquí”. Y no fue ahí. Nos dirigimos a un motel, de esos en donde los autos
quedan encerrados en un estacionamiento, en silencio, tocando ligeramente
nuestras manos, como si con ese contacto mínimo estuviera la promesa de otros,
de mejores momentos.
Cuántas emociones al abrir la puerta de la habitación, al
darle el paso y explorar inevitablemente su trasero, ya en un plan de confianza
inaudita. Y que delicia la de estar en ese encierro, después de meses de apatía
sexual, de abstinencia forzada. Ahí estaba Yola, con mirada que no perdonaba
ningún detalle, y ahí estaba, de pronto, la joven Yolanda para mi sorpresa,
para mi incredulidad, para la traición que no planeaba. Yolanda en las piernas
regordetas de su madre, Yolanda en su abdomen abundante, Yolanda en los pechos
flácidos que me embarraba en el rostro, Yolanda en la lubricidad de ese pubis
de vello espeso que no dejaba de ser llamativo y delicioso al tacto… (¿Yolanda
se afeitaría el área del bikini?), Yolanda en esos gemidos deliciosos, en esos
besos largos y amorosos. Ahí estaba yo, mirando su culo expuesto, ese muy de
ella, en el espejo del techo, y yo, en mi versión más vulnerable: la desnudez
que me descalcificaba, que me descomponía y que me recomponía en el desconocido
que jugueteaba bajo una mujer madura, pero en el mismo plano, en una conexión
que iba más allá de lo físico, y que también se establecía entre mucha
coincidencias entre Yola y yo... Ahí, en ese reflejo perfecto de nuestros
cuerpos, éramos tan parecidos…
No la había penetrado, trataba de perpetuar el previo
concentrándome en sus protuberancias, en sus blanduras que al final me
gustaban, en sus olores bien cuidados, en la tibieza de sus labios bien
lubricados. “Me estoy ambientando”, me dije, y hundí mi rostro en su sexo, como
para olvidarme de todo y cortar con el resto de universo, y sucedió: me
comuniqué con ella, nos entendimos en términos de sus muslos y de mi boca, de
su olor y su ritmo respiratorio. Su química me venía bien, la suavidad de su
vello púbico, el grosor de su clítoris en mi lengua, y cuando ambos no tuvimos
valentía ni paciencia, la penetré y tuve la sensación de que algo arrebatador
me estaba pasando. Siempre he admirado la lubricación vaginal, tan perfecta,
ese desliz de mi pene con facilidad inaudita, el instante sublime de la
sensación de meterla.
No sé si fui un gran amante, pero sé que pude contemplar
únicamente el rostro de Yola, sin las apariciones de su hija, y que eyaculé
feliz, sin tapujos mentales, abrazando la ilusión de todo hombre en el orgasmo.
No volví a salir con Yola. A veces miro a su hija y siento
cierto aire familiar, como si la conociera mejor de lo que parece, pero la
joven es altiva y distante, y jamás volvió a hablarme después del curso de
matemáticas. De Yola puedo decir que quedó resentida, y le doy la razón: soy un
hijo de puta que prefiere la soltería después de dos matrimonios mal habidos.
*(Texto realizado para el concurso de relato erótico "Fiestas de San Juan de Coria, en donde el error estuvo en contextualizar el relato en dicho evento)
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