miércoles, 4 de mayo de 2016

Yola y Yolanda*



 El placer no siempre viene en momentos perfectos. De ninguna manera me estaba involucrando con mi alumna universitaria, sino con su madre. No es que la joven no fuera encantadora, pero hay brechas que se abren entre las personas, entre los cuarentones como yo y esas juventudes alistadas en una mecánica que, tengo que aceptarlo, no es precisamente asequible. Yolanda se llamaba la madre, Yolanda se llamaba la hija, algo muy latinoamericano.

Dentro de todo estaba el respeto, la ética, la simple comunicación con la joven, pero también la libertad de mirarla, de apreciar su belleza endemoniadamente fresca, sus piernas torneadas, la insinuación de un cuerpo macizo, turgente, en donde poco importaba el cuidado o la limpieza. Los jóvenes carecen de esas virtudes, no las necesitan. Pero hasta ahí, sin más avances que la rutinaria relación entre un profesor y los cientos de alumnos que tendrá en su vida. La historia concreta de esa Yolanda joven y arrebatadora, de sonrisa huidiza y de cabello revuelto, se acaba aquí.

Y aquí comienza la historia del reflejo en un espejo transformador, en donde yo miraba a la madre de esa Yolanda, mi colega en una Facultad vecina. Yola, así la llamaré, comenzó a hacerse familiar por las mañanas, cuando ambos compartíamos un horario similar de entrada, y un espacio en el estacionamiento. Para comenzar, quizá lo más llamativo de ella era su propia hija, pero esa pequeña traición nos acercó con la fuerza de la casualidad (un tropiezo en el pasillo, un encuentro en la cafetería, y una charla a propósito de… los hijos). De ahí, todo se fue por el camino de la soldad, de la desesperanza que se va diluyendo, de la familiaridad y de la atracción, con largas charlas cibernéticas que iban subiendo de tono, que iban explorando nuestras expectativas, nuestras hambres y nuestros cuerpos. Que fácil resulta la comunicación cuando no están presentes las leyes de la presencia física, cuando se obvian un montón de requisitos sociales. Así comencé a saber que los senos de Yola eran muy sensibles, que le gustaban los besos suaves y largos, y que se humedecía ante la más mínima insinuación amorosa. Eso me dio esperanza, la humedad entre sus piernas, parece mentira.

Qué fácil es querer a la distancia, desear se convierte en una urgencia.

Y un día, armándonos de adulta valentía, uno de esos terroríficos sábados de soledad futbolera, nos citamos en un café del centro de la ciudad y nos besamos en el auto por primera vez. Cuando buscaba bajo su falda, adorando lo que no miraba con los ojos cerrados, ella suplicaba: “no somos unos niños… no aquí”. Y no fue ahí. Nos dirigimos a un motel, de esos en donde los autos quedan encerrados en un estacionamiento, en silencio, tocando ligeramente nuestras manos, como si con ese contacto mínimo estuviera la promesa de otros, de mejores momentos.

Cuántas emociones al abrir la puerta de la habitación, al darle el paso y explorar inevitablemente su trasero, ya en un plan de confianza inaudita. Y que delicia la de estar en ese encierro, después de meses de apatía sexual, de abstinencia forzada. Ahí estaba Yola, con mirada que no perdonaba ningún detalle, y ahí estaba, de pronto, la joven Yolanda para mi sorpresa, para mi incredulidad, para la traición que no planeaba. Yolanda en las piernas regordetas de su madre, Yolanda en su abdomen abundante, Yolanda en los pechos flácidos que me embarraba en el rostro, Yolanda en la lubricidad de ese pubis de vello espeso que no dejaba de ser llamativo y delicioso al tacto… (¿Yolanda se afeitaría el área del bikini?), Yolanda en esos gemidos deliciosos, en esos besos largos y amorosos. Ahí estaba yo, mirando su culo expuesto, ese muy de ella, en el espejo del techo, y yo, en mi versión más vulnerable: la desnudez que me descalcificaba, que me descomponía y que me recomponía en el desconocido que jugueteaba bajo una mujer madura, pero en el mismo plano, en una conexión que iba más allá de lo físico, y que también se establecía entre mucha coincidencias entre Yola y yo... Ahí, en ese reflejo perfecto de nuestros cuerpos, éramos tan parecidos…

No la había penetrado, trataba de perpetuar el previo concentrándome en sus protuberancias, en sus blanduras que al final me gustaban, en sus olores bien cuidados, en la tibieza de sus labios bien lubricados. “Me estoy ambientando”, me dije, y hundí mi rostro en su sexo, como para olvidarme de todo y cortar con el resto de universo, y sucedió: me comuniqué con ella, nos entendimos en términos de sus muslos y de mi boca, de su olor y su ritmo respiratorio. Su química me venía bien, la suavidad de su vello púbico, el grosor de su clítoris en mi lengua, y cuando ambos no tuvimos valentía ni paciencia, la penetré y tuve la sensación de que algo arrebatador me estaba pasando. Siempre he admirado la lubricación vaginal, tan perfecta, ese desliz de mi pene con facilidad inaudita, el instante sublime de la sensación de meterla.

No sé si fui un gran amante, pero sé que pude contemplar únicamente el rostro de Yola, sin las apariciones de su hija, y que eyaculé feliz, sin tapujos mentales, abrazando la ilusión de todo hombre en el orgasmo.



No volví a salir con Yola. A veces miro a su hija y siento cierto aire familiar, como si la conociera mejor de lo que parece, pero la joven es altiva y distante, y jamás volvió a hablarme después del curso de matemáticas. De Yola puedo decir que quedó resentida, y le doy la razón: soy un hijo de puta que prefiere la soltería después de dos matrimonios mal habidos.

*(Texto realizado para el concurso de relato erótico "Fiestas de San Juan de Coria, en donde el error estuvo en contextualizar el relato en dicho evento)

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