viernes, 6 de mayo de 2016

Ensenada norte



Para hablar de Ensenada con agudeza, con filo despellejador, hay que ser ajeno a ella, ser visitante o extranjero. No se puede describir con profundidad lo que creemos nuestro, lo que suponemos nosotros mismos, lo que amamos. A lo que es familiar lo descuidamos de muchas maneras, creemos conocerlo y no buscamos más; con lo que queremos somos cuidadosos, le perdonamos las faltas. Ni soy de Ensenada ni la aprecio sustancialmente. Llegué, como suele suceder, motivado por la presencia de una mujer. Podría haber sido Tecate, o Mexicali, pero siempre es llamativo el mar.

Aquí el mar tiene olor a mierda, y parece que la gente lo festeja. ¿Es posible que sean los vertederos que la misma ciudad tiene en la costa? Entre más te alejas del área urbana menos apesta. Los atardeceres son sublimes, pero los atardeceres están en todos lados. Las playas son baños públicos, de caballos, de perros y de gente; la basura es la fauna inerte más común.

Tampoco hay que odiarla, no demasiado. Podemos detestar lo desagradable, si, como en cualquier lugar, pero el odio no conviene a nuestros fines.

Otro día caminaba por la Avenida Juárez (una de las referencias nacionales, Juárez), y me crucé con una pareja que me pareció diferente: una mujer no mal parecida, pero de aspecto descuidado, y un tipo joven, vestido de negro, con sombrero. Aún encuentras gente con sombrero aquí, es el norte. Parecían de aquí pero también de ningún lado, extraviados. Lo inusual es no haberlo notado antes, haberme dejado comer por la vida cotidiana y haber obviado los rostros, las maneras de los habitantes de Ensenada.

A pie entiendes de otra manera a la ciudad, la aprendes de otra forma. En el transporte público miras a la gente, te acercas a su transpiración. Camina, anda entre ellos, acuéstate con sus mujeres y con sus hombres, desentraña su verdad, entiende la simpleza de sus actos o su complejidad, destruye 20 años de tu vida en un matrimonio, o dos, para entender la naturaleza de los bajacalifornianos. O quizá te sientas cómodo con una mujer de toda la vida, y te quedes para siempre aquí, comprendiendo en cambio lo que es el amor verdadero, la gracia de la rutina, o sencillamente vivas sin pensar en nada.

Las calles de Ensenada no son como las de la Ciudad de México, o como las de los Territorios Palestinos (quizá se parezca más a estos, en las colinas de la Colonia 89), son calles si, mexicanas, con hoyos, pero con casas de techos de madera y paredes de tabla roca. Igual hay muchas casas rodantes (trailas, les dicen), pero lo nacional se funda en un sinfin de hogares recién construidos con los modelos del sur: casas de interés social, pequeñas y vulnerables, en colonias que se vuelven barriadas peligrosas en donde escasea especialmente el agua. Las calles de Ensenada a veces parecen de un país diferente, en donde el centro histórico no es colonial, sino de influencia gringa. Ensenada no es una de esas ciudades de edificios con paredes gruesas manchadas por la humedad, ni de barandales corroídos, ni de aires cargados de la esperanza de la selva… Ensenada es una ciudad de paredes huecas y garrapatas en los patios. Ensenada brilla mucho pero se oscurece con la niebla, con el polvo de desiertos más desiertos. Ensenada no es una Cenicienta, es una mujerzuela más tirada a los silencios, a los vestidos usados con anterioridad (le llaman ropa de segundas), a la repetición, a la copia de otras identidades.

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