Para hablar de Ensenada con agudeza, con filo despellejador, hay
que ser ajeno a ella, ser visitante o extranjero. No se puede describir con
profundidad lo que creemos nuestro, lo que suponemos nosotros mismos, lo que
amamos. A lo que es familiar lo descuidamos de muchas maneras, creemos conocerlo
y no buscamos más; con lo que queremos somos cuidadosos, le perdonamos las
faltas. Ni soy de Ensenada ni la aprecio sustancialmente. Llegué, como suele
suceder, motivado por la presencia de una mujer. Podría haber sido Tecate, o
Mexicali, pero siempre es llamativo el mar.
Aquí el mar tiene olor a mierda, y parece que la gente lo festeja.
¿Es posible que sean los vertederos que la misma ciudad tiene en la costa?
Entre más te alejas del área urbana menos apesta. Los atardeceres
son sublimes, pero los atardeceres están en todos lados. Las playas son baños
públicos, de caballos, de perros y de gente; la basura es la fauna inerte más
común.
Tampoco hay que odiarla, no demasiado. Podemos detestar lo
desagradable, si, como en cualquier lugar, pero el odio no conviene a nuestros
fines.
Otro día caminaba por la Avenida Juárez (una de las
referencias nacionales, Juárez), y me crucé con una pareja que me pareció
diferente: una mujer no mal parecida, pero de aspecto descuidado, y un tipo
joven, vestido de negro, con sombrero. Aún encuentras gente con sombrero aquí, es el norte. Parecían de aquí pero también de ningún lado, extraviados. Lo inusual es no haberlo
notado antes, haberme dejado comer por la vida cotidiana y haber obviado los
rostros, las maneras de los habitantes de Ensenada.
A pie entiendes de otra manera a la ciudad, la aprendes de
otra forma. En el transporte público miras a la gente, te acercas a su
transpiración. Camina, anda entre ellos, acuéstate con sus mujeres y con sus hombres,
desentraña su verdad, entiende la simpleza de sus actos o su complejidad,
destruye 20 años de tu vida en un matrimonio, o dos, para entender la
naturaleza de los bajacalifornianos. O quizá te sientas cómodo con una mujer de
toda la vida, y te quedes para siempre aquí, comprendiendo en cambio lo que es
el amor verdadero, la gracia de la rutina, o sencillamente vivas sin pensar en
nada.
Las calles de Ensenada no son como las de la Ciudad de
México, o como las de los Territorios Palestinos (quizá se parezca más a estos,
en las colinas de la Colonia 89), son calles si, mexicanas, con hoyos, pero con casas de techos de madera y paredes de tabla roca. Igual
hay muchas casas rodantes (trailas, les dicen), pero lo nacional se funda en un sinfin de hogares
recién construidos con los modelos del sur: casas de interés social, pequeñas y
vulnerables, en colonias que se vuelven barriadas peligrosas en donde escasea
especialmente el agua. Las calles de Ensenada a veces parecen de un país diferente,
en donde el centro histórico no es colonial, sino de influencia gringa. Ensenada
no es una de esas ciudades de edificios con paredes gruesas manchadas por la
humedad, ni de barandales corroídos, ni de aires cargados de la esperanza de la
selva… Ensenada es una ciudad de paredes huecas y
garrapatas en los patios. Ensenada brilla mucho pero se oscurece con la niebla,
con el polvo de desiertos más desiertos. Ensenada no es una Cenicienta, es una
mujerzuela más tirada a los silencios, a los vestidos usados con anterioridad
(le llaman ropa de segundas), a la repetición, a la copia de otras identidades.
Que buen escrito, maestro (y)
ResponderEliminarGracias, Miru... Desearía saber quién eres :-)
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