¿Cómo escribía Perec, Proust, o Kafka?
¿Cómo avanzaba en sus obras Gabriel García Márquez, o Fernando del Paso? Ellos
no tenían el recurso de la Internet para la investigación inmediata, para la
duda en el instante.
Cuando comencé a escribir con cierta
formalidad, vivía en la Ciudad de México, en la vecindad de la calle Río Lerma,
y para escribir me acompañaba de un diccionario de sinónimos, mi pequeña
biblioteca detrás de mi y mis revistas. Y navegaba. La investigación más
profunda se hacía en las bibliotecas públicas (de la UNAM, en la Biblioteca de
México, incluso en esa pequeña biblioteca en la San Rafael: Sor Juana Inés de
la Cruz). Eran otros tiempos.
Ahora me cargo los libros importantes e,
invariablemente, cada día me acomodo en el café, en donde hay una buena
conexión. Y acabo de asistir, en tiempo real, a una boda en Barcelona, y a una
peluquería en Osaka, en donde le cortaban el cabello a un niño; mantengo
conversación con una chica de Laos (en Tailandés), y el Google Académico me
manda avisos de cuando se publica un artículo que tiene que ver con migración
de cloroplastos en fitoplancton. Sofisticado y encantador.
Pero aún me cargo los libros importantes,
aquellos que son básicos en el proyecto en curso, y en la cajuela de mi carro
tengo un pequeño archivero en donde tengo textos que necesito en papel.
A veces imagino que el fin del mundo
comenzará con la caída de los sistemas de comunicación, y que será lento, en
décadas, quizá un siglo, y que necesitaré de mis viejos textos. Ayer me
encontré en las tiendas de segundas (artículos usados), un diccionario
Alemán-Español, y ya está en mi librero. Lo cierto es que sigo escribiendo como
me diría el Maestro Huberto Batis: tomando de aquí y de allá, haciendo un collage
de imágenes que provienen del Tumblr o de la calle, de videos, o de recuerdos.
Los viejos escritores eran unos genios,
yo soy un oportunista, una especie de cazador de retazos, un pepenador de
vivencias ajenas y propias.
¿Cómo trabajan los escritores de la
actualidad? Sé de algunos que tienen sus estudios en casa, que se encierran,
que necesitan de silencio. Yo no puedo, necesito espacios abiertos y escuchar a
Deborah de Luca o a Paula Cazenave, u “hojear” los periódicos del mundo… Eso
si, sin nadie a mi lado.
Otra de mis manías es comprar libretas,
libretas diferentes, de otros mundos, lo que al final puede ser útil.
Sin embargo, si el mundo terminara con la
Red, se perdería mucho del pensamiento de la humanidad que hoy es para todos:
nadie vería el video de Daido Moriyama y sus memorias de un perro, o aquel de
Ensenada en 1978, o el baile del Tao Tao
en una boda en Tamaulipas, o aquel mercado en Maek Long, a un lado de las las vías del tren en Tailandia (en donde me
paseo a veces, cuando cierro los ojos).
La riqueza de todos los tiempos
(documentados), al alcance de los ojos, de los oídos.
Lo que me consuela es que, si el fin del
mundo es al contrario de lo que pienso, veloz, no tendré que lamentarme de lo
que se perdió.
(la foto es de Daido Moriyama)
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