martes, 21 de enero de 2014

Paul Auster, Tumbuctú





Nunca me han gustado las historias en donde los animales hablan o piensan, ni las fábulas, ni los cuentos para adultos, mucho menos las novelas. En Me llamo Rojo fue más que tolerable, y se entendió al final que quien hablaba era un hombre. En Tumbuctú, el narrador se mete en la cabeza del perro, en la vida de todos (como debe ser), y terminamos leyendo la historia de una mascota en una versión muy humana. ¿Qué tan válido? Todo cabe en la novela, y recuerdo nítidamente al autor de una de las novelas que considero perfectas, Milan Kundera (aquella novela es…), quien en El telón o El arte de la novela, hablaba de esa libertad misma.

En cuanto al logro de Auster, entiendo la descripción del mundo a partir de un evento que no tiene cabida en nuestro entendimiento, y que es la razón de un perro, el inventarle una lógica para entender una porción de la realidad. No está mal la perspectiva, que es en términos reales un esfuerzo humano por abarcar el Todo. Así miré una parte de Estados Unidos y su gente, sus ramificaciones de vida, sus extensiones perversas, vulgares, bellas incluso.

En la lectura, fluida, ligera, una y otra vez caí en mi propia aportación, mi propia experiencia con Akira, mi perra, lo que terminó con la sensibilización, ¿buscada por el autor?, de la existencia de nuestras mascotas, que no se sale de la dinámica de la vida: nuestra relación con los animales, la importancia que tienen en nosotros, y la vista espejo: nuestra importancia para ellos, la amistad en una versión profunda, silenciosa y perfecta.

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