domingo, 7 de septiembre de 2014

Tristes gentes



Cuando terminé de leer Tres tristes tigres (Guillermo Cabrera Infante), tuve un sentimiento de vacío, de soledad. Cada libro tiene un efecto diferente, independiente de las ideas o el estilo, de la geografía literaria o de la historia en sí. Ese sentimiento de agonía era el mismo, así lo quiero entender, que el de los personajes. Los contrastes siempre me han gustado, y esa algarabía caribeña contrastaba con el dolor, la muerte que creí encontrar en sus líneas. Lo festivo y lo salobre. Deseaba que se alargara la noche cubana hasta el invierno, pero todo en el trópico se descompone con facilidad.

Ahora continúo con Factotum (Bukowski), y la gente simple vocifera a mi alrededor. ¿Qué podrían tener en común Cabrera Infante y Bukowski? Probablemente la voz de la gente.

Con Cabrera Infante, debo precisar, los personajes hablan, no necesitan de narradores ostentosos, sólo sueltan sus palabras como perros, hambrientos de decir, de llenar la vida como si fueran hojas (o las hojas como si fuera vida). Con Bukowski, en cambio, esos personajes se levantan de los ojos del escritor y andan como resucitados por un aliento alcohólico, no divino.

En un texto de Juan Cruz (El niño de los 100 años, en El país), se cita a Julio Cortázar: “¿Qué hace un autor con la gente vulgar, absolutamente vulgar, cómo ponerla ante sus lectores y cómo volverla interesante? Es imposible dejarla siempre fuera de la ficción, pues la gente vulgar es en todos los momentos la llave y el punto esencial en la cadena de asuntos humanos; si la suprimimos se pierde toda probabilidad de verdad”, y no puede parecerme más acertado.

Todos somos gente vulgar, me arriesgo a decir, y la boca se me hace agua. Existe un instante de desnudez en donde no podemos escapar de nosotros mismos. “Absolutamente vulgar”, salva Cortázar a unos cuantos, pero entre las mareas de la sordidez y la simpleza, nadamos. Yo nací en la gracia de una familia vulgar, y desde siempre amé a mis padres vulgares (y amorosos), he amado a mujeres vulgares y moriré entre todos ellos.

O quizá sea que el ordinario miré por regla con estrechez.

Las historias, en todo caso, están en dónde más gente hay, las mezclas más humanas abundan: el amor, la codicia, el odio, la desesperanza, la esperanza, la ilusión, los celos, la lujuria, la candidez, la pérdida de la candidez, la ignorancia... El altruismo sin tener nada, la desesperación, el dolor, el desconsuelo... Pero sigo pensando que todos tenemos estas pociones en cantidades variables.

Alguien me reprochó de la sordidez de algunos momentos en mis novelas, y reitero a Cortázar: “si la suprimimos se pierde toda probabilidad de verdad”. La verdad, no como un juicio sino como un acercamiento a la realidad, que está en todos entonces, como un bien repartido.

Sin embargo, entiendo de la existencia de un estrato social en donde la escoria es dominante: la clase política (un eco de la lucha de clases); ahí nacen maldades insospechadas, y la vulgaridad tiene tintes de idiotez.

(Texto publicado en Palabra, del periódico El vigía)

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