He escrito a un representante
literario. Lo conocí en El País, y no es que le diera la mano, pero
miré su nombre y dije: “ese es”. Ese es quien resolverá mis
dudas del fantástico mundo de los escritores bien publicados, quien
me ayudará a comprender la banalidad de mis textos, o quien me
indique su fortaleza narrativa o sus debilidades sintácticas; probablemente
quien me de un indicio de mis extravíos más inesperados. Quizá responderá porqué el limón es tan caro en México y el porqué de la
inocencia de los dueños de las gasolineras en Ensenada, y el porqué de los tonos de
América Latina: luminosa y macabra, en una combinación que es en
más probablemente una polarización, o un distanciamiento a medias,
o una manera de ver las cosas, negativamente o con optimismo, como
usted quiera.
O quizá no responda. Lo cierto es que
he arrojado una botella con un mensaje en el mar embravecido por el
desencanto social o por mis malos pensamientos, más probablemente por los cambios estacionales de la frustración; si regresa la
botella es que nuca se fue. Estoy acostumbrado a las respuestas
tardías, a los largos silencios de los editores (no el de las
universidades norteamericanas, lo que es un chiste personal), y también al ruido de los roedores,
al ladrido alocado de los perros y al llanto, a veces el mío.
Podría no responder, asustarse con mi texto circular y débil, como
el vuelo de un avión de papel, con mis palabras-goteras llenando
pequeños vasos, a veces piletas enteras, casi siempre retretes.
Lo que realmente quiero es comenzar la
otra novela, eso es el hambre de cada día. La novela que no se
publicará, la que no ganará ni premio ni mención, la que no tendrá
más de 10 lectores pero que llenará mis días.
El ruido de mis
tripas no me dejaba trabajar en paz: compré un hot dog de 12 pesos
y pedí fiado, aquí en el café, un sandwich y el té helado; y para
cerrar, escribí este breve texto, e irónicamente, en la parte superior de la ventana en el monitor dice claramente: "publicar". Publico, pues.
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