Siempre, en determinado momento, hay una
multitud de voces que llegan de todos los lugares, incluso en nosotros mismos.
Cada uno dice lo que piensa, para lo que le alcanza, lo que tosca o
delicadamente fuimos aprendiendo con el tiempo; acumulamos información desde
que nacemos y nos vamos decantando en la posición ideológica que nos toca, como
si fuera el destino. Influyen muchas cosas: la educación de quienes nos rodean,
las costumbres sencillas o sofisticadas, el espacio social en donde nos
movemos… A veces nacemos conservadores, a veces nacemos revolucionarios. Suele
haber escisiones, cismas que nos acomodan en otras esferas, momentos que son
propicios para hacernos de ideas radicales y lenguajes diferentes, que nos
empobrecen o que nos enriquecen (si tomamos en cuenta la calidad de las ideas).
En un país ocurre lo mismo, los miembros
de la familia nacional con más influencia se hacen sentir e imponen un ritmo
diferente a la cotidiana mexicana, los tiempos que corren son una mezcla de la
historia, del poder y sus
miembros, de la pugna por ese poder, del empuje de nuevas ideas (propias y
extranjeras), de la política internacional, de las tendencias económicas, de
las presiones ambientales… Todo eso hace el presente y perfila el futuro, y
todo ello es la materia prima del lenguaje de las mayorías (y de las minorías,
por cierto).
Tenemos así el presidente que nos
merecemos, y creo que en la historia hay terror pero no injusticia en términos
lo absurdo (la injusticia social es otro plano que nos moldea); tenemos los
policías que nos merecemos, los servicios médicos, la educación, la impartición
de justicia que nos hemos ganado: eso es lo que hemos logrado con el lenguaje
que tenemos.
Nuestro lenguaje es ordinario, utilizamos
conceptos vulgares, no tenemos el conocimiento del bien común, el saber de lo
que implica ser parte de una comunidad, la responsabilidad compartida de lo
otro, de lo que no somos nosotros mismos. En la cercanía somos machistas,
racistas, y violentos en un grado extremo, y
en la ceguera de nuestros días entendemos todo ello como algo normal.
Pero algunos manejan otros conceptos, se
comunican con otras formas, y esa elite mira la realidad aterrada,
descompuesta, llorosa e indignada, como mínimo. Entiende el entorno, la amenaza
de lo brutal, la sutileza del dolor ajeno, incluso la perrada del maltrato
animal, la simpleza del abordaje de la realidad por las mayorías. Sin embargo,
¿podemos entendernos con ellos? A penas nos encontramos en terrenos nuevos y
comenzamos a trastabillar, incendiamos los espacios en donde existe la
posibilidad de espacios mejores, de convivencias superiores; el diálogo no
existe, la comunicación básica se convierte en un camino tortuoso en donde
salimos mal librados. El lenguaje de los ordinarios es simple y
es limitado: es más sencillo decir una maldición que explicar un estado
anímico, es más fácil decir un piropo que comprender la naturaleza de una
ofensa, más sencillo desear la muerte que la educación del prójimo, más
sencillo incendiar que levantar. Pero es un lenguaje efectivo, sólo se quejan
los que pertenecen a la elite de los bien hablados, de los bien entendidos:
malo cuando el piropo, la chanza callejera, es para la persona inadecuada,
cuando la expresión obscena no va dirigida a la persona tolerante… entonces, el
idioma de los educados se hace escuchar… un poco.
La ofensa tiene emisor y receptor, a
veces la ofensa es tan común que parece que es la acción natural, la respuesta
social adecuada ante un evento determinado: la edecán bailando frente a la
licorería, la falda muy corta, el escote pronunciado... E incluso, me atrevo a decir, que muchas
de esas agresiones no son mal tomadas, que son el efecto esperado antes un
actitud también valorada más o menos concienzudamente.
Aun en el entendido de lo permitido y no,
hay una expresión sobre de toda duda: el lenguaje de la brutalidad, de la
maldad, o de la crueldad. Ahí están todos los males superiores, los que se
acomodan sobre la cordialidad, sobre de la jocosidad del mexicano, sobre de su
machismo o sus bromas domingueras de sexo entre pechugonas y hombres súper
dotados: ahí están los desaparecidos, los muertos, los calcinados, los descuartizados, las
mujeres que sembraron los campos norteños con ausencias notorias en sus
cuerpos, las que se peinaron para verse bien y no se les volvió a ver. En ese
espacio las palabras sobran e impera el reino de las expresiones de
desesperación, de dolor, de angustia. En ese lugar endemoniado, todos parecemos
entender.
¿Será la revolución la unificación de los
entenderes del medio humano, social?, ¿el manejo de conceptos comunes?
En el país vecino, en las votaciones
pasadas, habló la generalidad, la comunión de ideas de un gran grupo, la desfachatez
de unos millones, el odio, el rechazo, la buena vibra de los vulgares, y en términos
del lenguaje de la democracia, hablaron claramente.
Nada es más fuerte que la voz que plantea
las cosas con claridad, y ellos lo hicieron, para sorpresa de los engreídos bienpensantes, de los vanidosos del buen saber.
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