Hay situaciones, personas, que
recordamos por mucho tiempo (sabré que es por toda la vida si tengo
la desgracia de ser consciente mientras muero). Algunas evocaciones
parecen desvanecerse, otras perduran invictas. Pareciera que tenemos
el oficio de recordar, pero quizá se trate del oficio de inventar.
La memoria, dicen, es infiel. Quizá el ejercicio más reconocido
como parte de la memoria literaria, sea En busca del tiempo perdido
(Marcel Proust). Memorias, como tales, hay muchas, diarios que son
una alternativa al olvido, un flujo del pensamiento que se establece
en papel. De estos diarios, más nítidamente tengo presentes los de
Anaïs Nin, después probablemente las notas de Bruce Chatwin, y más
novelados los textos de Miller.
No olvidar parece el objetivo. ¿Quiénes
somos sin recuerdos? Nuestra historia parece definir nuestra
existencia, somos lo que hacemos, y lo que hacemos a cada instante es
pasado.
Cuando leí a Proust algo no parecía
encajar con la regularidad de la lectura, de mis pensamientos y de lo
que me rodeaba; Por el camino de Swann tenía un ritmo desconocido
para mi, como un intento de hacer perdurar no sólo los eventos, sino
fusionar el ritmo del pensamiento, el del lector y el de la
existencia que transcurre en todos los tiempos. Unas páginas
bastaron para entender que la propuesta no era sólo literaria, sino
de la armonía de la vida misma en un orden mental.
El conocimiento de las personas también
tienen que ver con su cadencia mental, no sólo con su perspectiva.
Recordar es algo personal, los mejores recuerdos son los propios,
pero las mejores representaciones parecen ajenas.
En la creación literaria está la
licuefacción de las experiencias, de lo que inventamos, de lo que
podemos entender y evocar. ¿Qué es cierto, qué es ficción? La
pregunta es un juego inútil, una maniobra de engaño que enriquece
nuestra visión del universo. No puedo entender a la creación sin la
recreación.
En todo caso, a los recuerdos los
preferimos placenteros, y generalmente sólo nos provocan a nosotros
mismos: ¿A quién le importa esa imagen recurrente de la milanesa
con arroz y ensalada, en el mercado de la Cuauhtémoc? ¿A quién le
dicen algo esas mañanas en la casa de... en Santa Julia? ¿Qué
puede entender alguien de esos sábados en las aguas termales de
Ixmiquilpan, o de las noches de pasión infantil explorando ventanas
ajenas con un telescopio astronómico?
Lo cierto que hay quienes se comen los
recuerdos ajenos, quienes viven de las historias, de la recreación
de la realidad y las remembranzas... Los lectores, nosotros mismos.
Un libro es un compendio de todo lo anterior, con la ventaja de ser
un resumen bien extenso tamizado, el jugo, digamos, el flujo de lo
exquisitamente privado de la mente ajena; un trozo de realidad que
intenta rellenar esos vacíos que naturalmente tenemos al nacer, al
ser humanos parciales en una colectividad total.
Texto publicado en el suplemento Palabra, del periódico El vigía:
http://www.elvigia.net/palabra/2014/7/6/palabra-julio-2014-163244.html
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