domingo, 6 de julio de 2014

Recuerdos


Hay situaciones, personas, que recordamos por mucho tiempo (sabré que es por toda la vida si tengo la desgracia de ser consciente mientras muero). Algunas evocaciones parecen desvanecerse, otras perduran invictas. Pareciera que tenemos el oficio de recordar, pero quizá se trate del oficio de inventar. La memoria, dicen, es infiel. Quizá el ejercicio más reconocido como parte de la memoria literaria, sea En busca del tiempo perdido (Marcel Proust). Memorias, como tales, hay muchas, diarios que son una alternativa al olvido, un flujo del pensamiento que se establece en papel. De estos diarios, más nítidamente tengo presentes los de Anaïs Nin, después probablemente las notas de Bruce Chatwin, y más novelados los textos de Miller.

No olvidar parece el objetivo. ¿Quiénes somos sin recuerdos? Nuestra historia parece definir nuestra existencia, somos lo que hacemos, y lo que hacemos a cada instante es pasado.

Cuando leí a Proust algo no parecía encajar con la regularidad de la lectura, de mis pensamientos y de lo que me rodeaba; Por el camino de Swann tenía un ritmo desconocido para mi, como un intento de hacer perdurar no sólo los eventos, sino fusionar el ritmo del pensamiento, el del lector y el de la existencia que transcurre en todos los tiempos. Unas páginas bastaron para entender que la propuesta no era sólo literaria, sino de la armonía de la vida misma en un orden mental.

El conocimiento de las personas también tienen que ver con su cadencia mental, no sólo con su perspectiva. Recordar es algo personal, los mejores recuerdos son los propios, pero las mejores representaciones parecen ajenas.

En la creación literaria está la licuefacción de las experiencias, de lo que inventamos, de lo que podemos entender y evocar. ¿Qué es cierto, qué es ficción? La pregunta es un juego inútil, una maniobra de engaño que enriquece nuestra visión del universo. No puedo entender a la creación sin la recreación.

En todo caso, a los recuerdos los preferimos placenteros, y generalmente sólo nos provocan a nosotros mismos: ¿A quién le importa esa imagen recurrente de la milanesa con arroz y ensalada, en el mercado de la Cuauhtémoc? ¿A quién le dicen algo esas mañanas en la casa de... en Santa Julia? ¿Qué puede entender alguien de esos sábados en las aguas termales de Ixmiquilpan, o de las noches de pasión infantil explorando ventanas ajenas con un telescopio astronómico?

Lo cierto que hay quienes se comen los recuerdos ajenos, quienes viven de las historias, de la recreación de la realidad y las remembranzas... Los lectores, nosotros mismos. Un libro es un compendio de todo lo anterior, con la ventaja de ser un resumen bien extenso tamizado, el jugo, digamos, el flujo de lo exquisitamente privado de la mente ajena; un trozo de realidad que intenta rellenar esos vacíos que naturalmente tenemos al nacer, al ser humanos parciales en una colectividad total.

Texto publicado en el suplemento Palabra, del periódico El vigía:
 http://www.elvigia.net/palabra/2014/7/6/palabra-julio-2014-163244.html

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