Cuando leí la palabra “boruca” en
José Trigo, entendí que ahí estaba el lenguaje perdido de mi
infancia. Mi padre decía, en esas noches bien jóvenes: “ya, no
hagan boruca”, y el silencio, ya de por sí endémico en esa planta
baja de la vecindad, se agarraba de lo que podía. Éramos varios
hermanos, en la flor del escándalo, y callábamos como gente adulta,
como ancianos moribundos. Algunos de mis hermanos se encerraban a
leer en el baño y otros se acomodaban en la cocina de paredes
amarillas. Yo hacía cualquiera de estas cosas, o me acostaba a
escuchar la radio con audífonos, o a escuchar la lluvia en la
zotehuela (otros escribirían traspatio).
No queda en una palabra, mi lectura me
ha llevado a un paseo que no creía que existiera fuera de la charla
de los mayores, esa charla que me parecía pesada, torpe, rebuscada,
incluso burda. ¿Por qué decían “pulga pedorra”, o
“desconchinfladas”, o “turulata”? Yo mismo, en mis primeros
años, cantaba: “a comer, a comer, pedacitos sin cuartel”. ¿Quién
me enseñó esa canción? En José Trigo la encontré de forma
correcta: “a comer, a comer, soldaditos del cuartel”. Era yo un
“bodoque”, un “escuincle de porra”, “chipil” pero
“morrocotudo”.
Al final, que encanto, y de eso se
trata la literatura, de hacer memoria del lenguaje, de guardar lo
sustancial de nuestras charlas, de las charlas de todos los tiempos.
Al final, nuestro lenguaje no sólo es transformador de la realidad,
es la realidad misma en transformación, y lo mismo una máquina del
tiempo, el paseo por nosotros mismos, por nuestros orígenes.
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