Cuando terminé de leer Tres tristes
tigres (Guillermo Cabrera Infante), tuve un sentimiento de vacío,
de soledad. Cada libro tiene un efecto diferente, independiente de
las ideas o el estilo, de la geografía literaria o de la historia en
sí. Ese sentimiento de agonía era el mismo, así lo quiero
entender, que el de los personajes. Los contrastes siempre me han
gustado, y esa algarabía caribeña contrastaba con el dolor, la
muerte que creí encontrar en sus líneas. Lo festivo y lo salobre.
Deseaba que se alargara la noche cubana hasta el invierno, pero todo
en el trópico se descompone con facilidad.
Ahora continúo con Factotum
(Bukowski), y la gente simple vocifera a mi alrededor. ¿Qué podrían
tener en común Cabrera Infante y Bukowski? Probablemente la voz de
la gente.
Con Cabrera Infante, debo precisar, los
personajes hablan, no necesitan de narradores ostentosos, sólo
sueltan sus palabras como perros, hambrientos de decir, de llenar la
vida como si fueran hojas (o las hojas como si fuera vida). Con
Bukowski, en cambio, esos personajes se levantan de los ojos del
escritor y andan como resucitados por un aliento alcohólico, no
divino.
En un texto de Juan Cruz (El niño de
los 100 años, en El país),
se cita a Julio Cortázar: “¿Qué hace un autor con la gente
vulgar, absolutamente vulgar, cómo ponerla ante sus lectores y cómo
volverla interesante? Es imposible dejarla siempre fuera de la
ficción, pues la gente vulgar es en todos los momentos la llave y el
punto esencial en la cadena de asuntos humanos; si la suprimimos se
pierde toda probabilidad de verdad”, y no puede parecerme más
acertado.
Todos somos gente vulgar, me arriesgo a
decir, y la boca se me hace agua. Existe un instante de desnudez en
donde no podemos escapar de nosotros mismos. “Absolutamente
vulgar”, salva Cortázar a unos cuantos, pero entre las mareas de
la sordidez y la simpleza, nadamos. Yo nací en la gracia de una
familia vulgar, y desde siempre amé a mis padres vulgares (y
amorosos), he amado a mujeres vulgares y moriré entre todos ellos.
O quizá sea que el ordinario miré por
regla con estrechez.
Las historias, en todo caso, están en
dónde más gente hay, las mezclas más humanas abundan: el amor, la
codicia, el odio, la desesperanza, la esperanza, la ilusión, los
celos, la lujuria, la candidez, la pérdida de la candidez, la
ignorancia... El altruismo sin tener nada, la desesperación, el
dolor, el desconsuelo... Pero sigo pensando que todos tenemos estas
pociones en cantidades variables.
Alguien me reprochó de la sordidez de
algunos momentos en mis novelas, y reitero a Cortázar: “si la
suprimimos se pierde toda probabilidad de verdad”. La verdad, no
como un juicio sino como un acercamiento a la realidad, que está en
todos entonces, como un bien repartido.
Sin embargo, entiendo de la existencia
de un estrato social en donde la escoria es dominante: la clase
política (un eco de la lucha de clases); ahí nacen maldades
insospechadas, y la vulgaridad tiene tintes de idiotez.
(Texto publicado en Palabra, del periódico El vigía)
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