Nunca me han gustado las historias en donde los animales
hablan o piensan, ni las fábulas, ni los cuentos para adultos, mucho menos las
novelas. En Me llamo Rojo fue más que tolerable, y se entendió al final que
quien hablaba era un hombre. En Tumbuctú, el narrador se mete en la cabeza del
perro, en la vida de todos (como debe ser), y terminamos leyendo la historia de
una mascota en una versión muy humana. ¿Qué tan válido? Todo cabe en la novela,
y recuerdo nítidamente al autor de una de las novelas que considero perfectas,
Milan Kundera (aquella novela es…), quien en El telón o El arte de la novela,
hablaba de esa libertad misma.
En cuanto al logro de Auster, entiendo la descripción del
mundo a partir de un evento que no tiene cabida en nuestro entendimiento, y que
es la razón de un perro, el inventarle una lógica para entender una porción de
la realidad. No está mal la perspectiva, que es en términos reales un esfuerzo
humano por abarcar el Todo. Así miré una parte de Estados Unidos y su gente,
sus ramificaciones de vida, sus extensiones perversas, vulgares, bellas
incluso.
En la lectura, fluida, ligera, una y otra vez caí en mi
propia aportación, mi propia experiencia con Akira, mi perra, lo que terminó
con la sensibilización, ¿buscada por el autor?, de la existencia de nuestras
mascotas, que no se sale de la dinámica de la vida: nuestra relación con los animales,
la importancia que tienen en nosotros, y la vista espejo: nuestra importancia para
ellos, la amistad en una versión profunda, silenciosa y perfecta.
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