No hace mucho leí un texto de Fernanda Melchor sobre José Agustín que me pareció sencillamente lo esperado: creo entender que todos nos encontramos al escritor de la onda cuando teníamos no más de 18. Yo lo leí quizá a los 16 o 17, y efectivamente, José Agustín nos regaló algo de lo que carecíamos y muchos adolescentes siguen buscando: una voz propia que no resuene sólo en nosotros. La tumba es un libro para iniciar la lectura de por vida con ganas de ser escritor, con Se está haciendo tarde (final en laguna) vamos madurando la comprensión de nuestro extravío, pero con Ciudades desiertas dejamos de creer en lo sublime y encontramos la belleza en otros tonos.
Un autor inicial, es decir, en nuestras etapas primarias de lectura, puede estar condenado al olvido, a quedar enterrado entre los escritores que le preceden. Después de leer a José Agustín me aventuré de forma natural con Parménides García y Gustavo Sainz, y posteriormente con los latinoamericanos del boom: García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Fuentes… Regresé con Rulfo, Borges, Carpentier; me detuve en sutilezas como Bioy Casares y Silvina Ocampo, incluso en Puig; regresé a México con Pacheco, Ibargüengoitia, Arreola, Yáñez, del Paso… Y me despedí por muchos años de las letras nacionales —encontré, por ejemplo, a José Agustín en Scott Fitzgerald—, paseando de los franceses a los ingleses, de los rusos a los otros europeos, y a los gringos, en un viaje que comenzó mucho antes con las letras primigenias de los clásicos: Homero, Dumas, Flaubert, Orwell, Verne, Scott, Shelley, las hermanas Brontë, Austen… hasta mi salto monumental a José Agustín, que evidentemente fue un parteaguas en mis lecturas, pero también en mi forma de expresar las ideas —en mis textos de aquellos años abundaba el lenguaje crudo, coloquial—, y de buscarlas.
Los libros que hoy leo son el resultado de exploraciones más complejas, de gustos bien trabajados, y de búsquedas personales que se relacionan con mis proyectos. No hace mucho retorné a José Agustín buscando una relación con otro de mis autores preferidos, Roberto Bolaño, y el resultado no fue únicamente el placer de leer, sino el placer de escribir (Las aventuras de los cobardes), como un cierre parcial a un tramo de vida dedicado a la literatura que duró más de 30 años. Es decir, hablamos de un escritor que generó algo más allá del placer, que se instaló en una mecánica de vida, que implantó imágenes imborrables (como la del polaco cogiendo con la esposa de Eligio), y que al final terminó por ser entrañable.
Así, con los años se fue perdiendo la espontaneidad y se fue ganando una dudosa cordura—como el mismo José Agustín con la insufrible novela Vida con mi viuda—, así, engrosando la voz y perdiendo la virginidad, así, dejando atrás la adolescencia, así, comenzando a morir, de a poco.