Sentía vergüenza de mostrar mis celos, y aguantaba
una serie de situaciones que me parecían a veces insoportables, a veces ridículamente
dolorosas. Me encajonaba en el arquetipo del hombre bueno, del hombre que se
había liberado de los prejuicios de padres y abuelos, y que andaba por la vida sin
esas bajas pasiones, sin esos desaliños de ánimo que escandalizaban a la nueva
orden de las feministas en el mundo. No, yo debería ser diferente. Sin embargo,
tropezaba constantemente conmigo mismo, con una parte de mi hombría más básica,
¿primitiva?, y recaía como enfermo de un padecimiento crónico
(intergeneracional). Es decir, ¿quién era ese pendejo con quien hablaba Lucía?
No, me decía, yo mismo hablaba con una docena de mujeres que en cualquier caso resultarían
desquiciantes para cualquier mujer, pero no recibía ese trato de Lucía. Lo
mismo ese caso en el que me vi dialogando hasta la media noche con esa
jovencita, aquella del nombre extraño que olvidé, y que no provocó ni una queja
de mi mujer (es decir, no quise decir “mi” de mi pertenencia… no, sólo fue un desliz
infeliz del vocabulario). Ella, entonces, se portó comprensiva y no me apabulló
sino con su confianza, y, me arropó aunque todo pareciera indicar que yo estaba
sobre ella, y no recogiendo algo que se me cayó en el piso del carro. Y sin
embargo, no puedo tolerar que ese individuo la tome del brazo, la conduzca por
ese pasillo que se me hace eterno, y desaparezca con ella, aunque sólo se trate
del camino al trabajo. Por cierto, ¿tantas citas de trabajo deben de ser en un
hotel? Lo mismo detesto que se ría tanto con aquel otro, el desaliñado, como si
se estuviera divirtiendo tanto, como si la felicidad… Que digo felicidad, como
si la alegría fuera sólo propia de él y de esos momentos. Me muerdo un huevo,
perdón por la guarrada. Me dejan dudas esas libertades de Lucía, y ese olor que
podría ser de sexo en su ropa, pero que seguramente, si no seré idiota, es de
los olores del puerto; me corroen esos pensamientos en donde ella no está
conmigo, en donde ella se siente mejor sin mi… Por eso mi postura estoica, por
eso mi indignación callada, mi máscara de hierro en donde estoy sonriendo y
digo: ¿Cómo te fue, mi amor? Por eso también la enfermedad que se gesta
calladamente en mi, de tanta muina, de tanto que me trago… Por eso mi
amabilidad falsa, mi carcajada cuando la encontré sobre aquel hombretón en el
carro, recogiendo también algo del suelo, y la cara del tipo fingiendo un
orgasmo.
Ni hablar, a veces hay que ser hombres y soportar
nuestros propios fantasmas, que por eso somos eso, hombres y no payasos.