Cuando tienes demasiado tiempo
estacionado en un café, terminas por conocer de otra manera esa parte de la
ciudad, la calle y la gente que está a tu alrededor. Como el Café San Ángel, en el
viejo Vallarta. He visto a demasiadas personas pasar por aquí, entrar,
demasiados días de calor, demasiada gente en ropa de playa; incluso lluvia,
meseras que van y vienen como mareas lunares, vendedores, parejas con sus
perros… Una vez conocí aquí a un tipo que tenía un casco incrustado en el
cráneo, parte de él mismo; al parecer comenzó a utilizarlo en la adolescencia,
creció y jamás pudo quitárselo; no deseaba hacerlo, ese caparazón le daba
seguridad y se prestaba para darle un toque artístico: lo decoraba a una sola
mano con motivos marinos, o bien haciendo referencia a eventos históricos. Otra vez miré a un trio de locales llevando un
tiburón en hombros: era una bestia enorme que al parecer se había comido la
mitad de uno de sus compañeros; se trató de una venganza.
No estoy de acuerdo con aquella tonada que dice
que “en el mar, la vida es más sabrosa”, la vida es siempre igual, con sus
altas y con sus bajas, si hubiera que explicarla espacialmente. Lo mismo miro
el sufrimiento al nivel de el mar que en otras altitudes o posiciones
geográficas. La vista es mejor, pero sólo si la comparamos de acuerdo a
nuestros gustos y nuestras experiencias.
Al café vengo a escribir, pero me da por
recordar. En estos días me siento al borde de un precipicio, pero me sostengo
con dosis de cafeína, con mar, con gente y con evocaciones. Ahí es en donde
aparece Magda.
A veces, antes de dormir también pienso
en Magda.
Magda se quedó en Allá, pero se vino en
trozos pequeños conmigo; puedo parecer superficial, creo que lo soy, pero antes
que nada se me vienen a la mente sus senos, que estoy a punto de llamar pechos
o mejor, chichis. Cuando era niño, “chichis” era lo adecuado; no sé cómo se va
desacomodando lo simple. Hablar de los senos de Magda son palabras mayores,
aunque sean pequeños como el hueco de mis manos, o enormes como los
pensamientos perversos que se me acomodan en las soledades; los senos de Magda son, al instante de verlos, mirar en qué dirección apuntan, y más
precisamente mirar al cielo (¿es natural la creencia en personajes mayores, en
Dios, concretamente? ¿Es una forma de agradecer unos pechos tan
encantadores? ¿ENCANTADORES como los encantadores de serpientes? ). Para uno
que ha mirado, no tanto senos al por mayor, pero si pornografía en todas sus
presentaciones, resulta conmovedor y asombroso encontrar algo con la precisión
de los sueños.
La primera vez que los toqué con los ojos
bien abiertos, estaba a oscuras y no pude entender lo que me querían decir.
La segunda vez la luz estaba prendida,
pero a contraluz resultó vaga la imagen y me centré en el sexo (otra vez
palabras vagas… en el pubis, en el triángulo oscuro de Magda), como por arte de
publicidad, o artilugio del hipnotismo femenino; pero después de ello entendí la
verdadera belleza, su verdadera belleza, del temblor con cualquier movimiento, pero no
un temblor a sincrónico, no, un movimiento con la gracia de lo rítmico que no es
necesariamente música, sino lluvia.
Y perdí la noción del tiempo.
Y perdí la noción del tiempo.
Pero en la belleza también está el dolor
de lo que no podemos poseer, y es una condición natural de lo ajeno.
Si se tratara de una descripción física,
caería en más lugares comunes. Me agradaría anexar una imagen, pero aún habría
pobreza en la bidimensionalidad; lo atractivo está en las protuberancias, en
salientes, en las formas que no se contentan con las líneas rectas, que se
modifican como si el cuerpo entero ejerciera una fuerza gravitacional a la
inversa… La textura, la complejidad de los vasos sanguíneos que dibujan mapas
bajo la piel, las señales nerviosas que van de la punta de los pezones a otros
universos, también receptores de frecuencias como cascadas estelares, como
sombras de otros mundos.
Lo mismo, la simplicidad de la anatomía
femenina, unos trazos, nombres cortos, planicies que no tienen fin porque no
hay principio y no se llega a ninguna parte, porque el límite también es el
inicio. Un ejercicio de eternidad.
Así me propuse escribir de lo imposible,
pero lo ideal sería presentarlos a la lengua, a la punta de los dedos: Aquí lo imposible, allá el hambre de la
piel. Mucho gusto, me quedo con ustedes, siempre. Pero entonces el recuerdo sería viral, y pasaría de dedos en dedos y de lengua en lengua, y el recuerdo sería persistente universalmente, hasta el fin de las mentes.
Los autos siguen pasando, y una serpiente
acaba de salvar la vida porque fue ligeramente menos larga que la distancia
entre las llantas de un sedán amarillo. Sigue lloviendo luz, y nada puede hacer
el ventilador sofocado. Si cierro los ojos es imposible la oscuridad, si los
abro, mis intestinos se iluminan. Y sigo recordando fragmentos de Magda.