No recuerdo las veces que me he
cambiado de casa. Incontables. Uno va fortaleciendo ciertos músculos que sólo
se utilizan en una mudanza, más que todo, el de la desesperanza. Inicialmente,
los cambios parecen prometedores, los entendemos como trascendentales; después
los vamos entendiendo como parte de las variaciones naturales de la existencia.
Sólo aquí en Baja California me he
mudado al menos 11 veces.
La mudanza es un proceso de
reacomodo, de organización, de limpieza, de desinstalación, de transporte, de
instalación. Es un trayecto de un punto a otro en donde dependemos de un
transportista para llevar nuestras cosas de un lado a otro. Armamos paquetes,
agrupamos, envolvemos, desechamos, cuidamos objetos. ¿Qué es necesario, qué no
lo es? Un penoso paseo por nuestra miserias, aquellas que cubrimos de sábanas
más o menos blancas, que escondemos en los roperos, bajo el colchón.
Las paredes de nuestras casas, los
muros salpicados de vivencias, son los testigos de lo que llamamos intimidad; esa
sombra alargada de nuestros actos que otros ven como formas, sin detalles. Y
las vamos dejando, los viajeros, los inconstantes, los errantes, los
inestables.
El nombre de la colonia de aquella
casa que tanto disfruté, no lo recuerdo. Estaba a cinco minutos de Puerto
Juárez. Un segundo piso con una pequeña terraza que daba a un jardín solitario;
una pequeña habitación, cocina y baño; ahí dormía en una hamaca, rodeado de ventiladores
que me mantenían fresco. Recuerdo una tormenta tropical, recuerdo amaneceres
tibios, recuerdo a una vecina-rentera que me regalaba café, recuerdo ese breve
trayecto a Isla, pasando por un ferri y el paraíso.
Colonia de Los doctores, luego la
Roma, la Estación (en el Estado de Hidalgo; antiguamente ahí había una estación
del tren), la Cuauhtémoc, Viaducto Piedad, Santa María la Rivera en la Ciudad
de México... El Centro en Guadalajara, aquella casita de segundo piso en Cancún,
el Descanso en Tecate, y hasta Ensenada y sus traslados. ¿Qué sigue? Sé el
nombre de la calle, y la colonia, pero no sé cuánto duraré ahí, aunque se trate
de una casa de mi propiedad.
De algo estoy seguro, la vida tiene
un componente que es la movilidad. El difunto se establece definitivamente. En
mis viajes, que así también podemos llamarlos, he perdido dos pequeñas
bibliotecas. Ahora tengo mis libros en cajas, y la pregunta insistente: ¿podré
llevarlos conmigo? Por lo pronto me acomodo en otra pequeña casa, aquí mismo, y
espero que pasen los meses y me lleven a donde es extraño que se utilicen las
cobijas.
¿Cómo será la existencia ahí en
donde llueve torrencialmente en el verano? ¿Cómo será entender al mar en
términos más tibios? ¿Aquella biblioteca será más rica que ésta o aquella? Más
importante… ¿La violencia es palpable en esas tierras, hay que temer perder la
vida por una ráfaga caliente, digamos, de plomo? Otro año, otra mudanza.
(Texto publicado en el suplemento Palabra del periódico El vigía)