domingo, 21 de septiembre de 2014

Calores





La vida no era así, no recuerdo en quince años calores tan duraderos y tan extremos. Si no es señal clarísima de un cambio climático global, ¿qué es? Es curioso, no he leído una noticia, escuchado o visto, que relacione este fenómeno con el hombre y la transformación del ambiente. Quizá este es el momento preciso de culparnos, de asumir responsabilidades.

Sin embargo, tiene su encanto mirar las calles vacías, 16 de septiembre, cinco de la tarde. No precisamente desiertas, pero la gente se esconde en sus casas ¿frente al ventilador? El té helado del café se terminó, algunos parroquianos se abanican con el periódico, yo me traje mi pequeño ventilador. 30 o 33 grados Celsius no es para morir, pero nadie espera esa temperatura en Ensenada.

La gente habla de ello. Alguien se acercó a mi y me dijo que en veinticinco años… lo mismo, inédito este clima. La gente se limpia el sudor del rostro, probablemente vocifere, grite a los niños o les improvise albercas en el patio, razone que así no debe ser la vida… O desee abandonar el trabajo y mudarse a un lugar con veranos suaves e inviernos lluviosos. Como Ensenada en otros tiempos, ahora recuerdo.

¿Y mañana? ¿La vida seguirá como cada día? ¿Por fin podremos utilizar pantalones cortos en las escuelas? ¿El patrón de los vientos barrerá las desgracias, los perros en descomposición se levantarán de entre sus pelos y ladrarán de alegría por el fresco de las nuevas tardes, la presa regenerará aguas verdes, plancton bioluminiscente?

En la colonia 89, el heladero de los Globitos (el “conero” para los niños), grita: “lloren, niños, lloren”. Y me fascina su estrategia: ¿qué mejor rudeza de los niños para arrancarle unas monedas a sus padres? Lloren, niños. Con este clima se facilitan ambas cosas: llorar y desear a muerte un helado. Pero además, que encanto el de la literatura popular, que siempre tiene para nosotros los mejores momentos, las mejores frases, la mejor muerte.

Lloren, niños… No sólo es la ocurrencia de un individuo, por cierto, es el desparpajo del latinoamericano, es el fulgor de lo real y de lo maravilloso, es la respuesta a los calores y a los hervores cerebrales, a la pobreza y su mezcla con la agudeza, con la inteligencia y el desdén. ¿A quién le importan los niños llorando? A todos, claro, a todos.

(Texto publicado en Palabra: http://www.elvigia.net/palabra/2014/9/21/palabra-septiembre-2014-171284.html)

domingo, 7 de septiembre de 2014

Tristes gentes



Cuando terminé de leer Tres tristes tigres (Guillermo Cabrera Infante), tuve un sentimiento de vacío, de soledad. Cada libro tiene un efecto diferente, independiente de las ideas o el estilo, de la geografía literaria o de la historia en sí. Ese sentimiento de agonía era el mismo, así lo quiero entender, que el de los personajes. Los contrastes siempre me han gustado, y esa algarabía caribeña contrastaba con el dolor, la muerte que creí encontrar en sus líneas. Lo festivo y lo salobre. Deseaba que se alargara la noche cubana hasta el invierno, pero todo en el trópico se descompone con facilidad.

Ahora continúo con Factotum (Bukowski), y la gente simple vocifera a mi alrededor. ¿Qué podrían tener en común Cabrera Infante y Bukowski? Probablemente la voz de la gente.

Con Cabrera Infante, debo precisar, los personajes hablan, no necesitan de narradores ostentosos, sólo sueltan sus palabras como perros, hambrientos de decir, de llenar la vida como si fueran hojas (o las hojas como si fuera vida). Con Bukowski, en cambio, esos personajes se levantan de los ojos del escritor y andan como resucitados por un aliento alcohólico, no divino.

En un texto de Juan Cruz (El niño de los 100 años, en El país), se cita a Julio Cortázar: “¿Qué hace un autor con la gente vulgar, absolutamente vulgar, cómo ponerla ante sus lectores y cómo volverla interesante? Es imposible dejarla siempre fuera de la ficción, pues la gente vulgar es en todos los momentos la llave y el punto esencial en la cadena de asuntos humanos; si la suprimimos se pierde toda probabilidad de verdad”, y no puede parecerme más acertado.

Todos somos gente vulgar, me arriesgo a decir, y la boca se me hace agua. Existe un instante de desnudez en donde no podemos escapar de nosotros mismos. “Absolutamente vulgar”, salva Cortázar a unos cuantos, pero entre las mareas de la sordidez y la simpleza, nadamos. Yo nací en la gracia de una familia vulgar, y desde siempre amé a mis padres vulgares (y amorosos), he amado a mujeres vulgares y moriré entre todos ellos.

O quizá sea que el ordinario miré por regla con estrechez.

Las historias, en todo caso, están en dónde más gente hay, las mezclas más humanas abundan: el amor, la codicia, el odio, la desesperanza, la esperanza, la ilusión, los celos, la lujuria, la candidez, la pérdida de la candidez, la ignorancia... El altruismo sin tener nada, la desesperación, el dolor, el desconsuelo... Pero sigo pensando que todos tenemos estas pociones en cantidades variables.

Alguien me reprochó de la sordidez de algunos momentos en mis novelas, y reitero a Cortázar: “si la suprimimos se pierde toda probabilidad de verdad”. La verdad, no como un juicio sino como un acercamiento a la realidad, que está en todos entonces, como un bien repartido.

Sin embargo, entiendo de la existencia de un estrato social en donde la escoria es dominante: la clase política (un eco de la lucha de clases); ahí nacen maldades insospechadas, y la vulgaridad tiene tintes de idiotez.

(Texto publicado en Palabra, del periódico El vigía)