A
veces me parece que estamos frente al pelotón de fusilamiento, en un
momento que se hace eterno, que nos desfigura, que nos acobarda, que
nos moja los pantalones; a veces, sin embargo, reconozco que
caminamos en libertad, guiados por el olor de las almendras, a veces
por el olor de los muertos en las calles de nuestras ciudades.
También reconozco que nuestra realidad es inconmensurable, pero que
estamos en un punto ciego, el de la ignorancia, que nos evita
mirarla, mucho menos entenderla. Gabriel García Márquez entendió
antes que nadie de esta riqueza incomprendida, ignorada o
sencillamente no observada. “No hemos tenido una instante de
sosiego”, dice en 1982 en su discurso de aceptación del Premio
Nobel, y seguimos sin tenerlo, pero aletargados en el desconocimiento
de nosotros mismos.
“La
realidad que vive con nosotros” en su grandeza de fealdad y de
belleza, abrió en García Márquez un “manantial de creación
insaciable”, pero permanece cerrado para la mayoría de los
latinoamericanos. Vivimos el día a día en el adormecedor discurso
de las minorías y creando lo imposible, nuestro infierno
paradisiaco; la imaginación creativa no es requerida porque esos
espacios están captados por la supervivencia. Efectivamente, no se
nos puede medir con la misma vara, somos una especie de caníbales
que además de sí mismos comemos la lógica del primer mundo;
andamos con alegrías desnudas mientras nos caemos a pedazos,
mientras lloramos a nuestro patriarca Gabriel. Todos somos huérfanos
de padre: si no lo conocimos, murió cruzando las fronteras buscando
lo ajeno, lo demás incomprensible. Nuestra madre es la tierra, y
mamamos hasta que nuestra boca busca otras vaginas; nos destetamos
viejos. Nuestra súper carretera es la desdicha que no aceptamos,
nuestra felicidad por lo insignificante.
Todas
las historias, todos los personajes caben en nuestra realidad, todos
los eventos, todas las magias y digresiones. En la cabeza de García
Márquez también cupo todo, mejor aún, interpretó la realidad sin
esquemas ajenos, lo que nos hizo familiares, reconocernos en un
espejo propio para los que queríamos mirarnos en nuestra belleza y
nuestra miseria completa. Imaginar, entonces, es una charla
repetitiva entre borrachos, entre asesinos, entre luchadores
sociales, entre aficionados al fútbol, entre poetas y escritores
latinoamericanos; imaginar es andar con los ojos bien abiertos
observando el entorno, imaginar es vivir en estas tierras.
El
“tamaño de nuestra soledad” es el silencio, es la omisión del
entorno, de nuestras cavidades en donde cabe nuestra historia y
nuestro porvenir, en donde buscamos lo que no existe porque miramos
antes en otros, porque aprendimos a esperar lo ajeno, lo que no es de
Aquí. Con García Márquez, el latinoamericano universal, se va una
manera de entendernos, de lidiar con la locura. Nos quedamos más
solos que nunca.