El Norte no cabe un unas líneas, no
cabe en una novela, cabe apenas en las ciudades humanas, en la
literatura de un país. El norte es invisible, pero abarca realidades
extensas. Hay un norte que es nuestro, y otros que no lo son. En el
Norte nos acomodamos, levantamos casas de madera que soportan los
vientos de Santa Ana, las lluvias escasas de invierno; sobre llantas
rellenas, sobre superficies llanas, en colinas, en antiguos arroyos;
llantas, millones de ellas.
—Me voy lejos, padre; por eso
vengo a darle el aviso.
—¿Y pa ónde te vas, si se puede
saber?
—Me voy pal Norte.
Nos venimos para Norte sin imaginar las
tormentas invernales, los vendavales, los parques desahuciados.
Encontramos nuestra alma que pena, el misterio del más allá que se
concreta en las ciudades desiertas de los gringos, las ciudades
invadidas por los rostros morenos, no más oscuros que nuestros
abuelos. Encontramos la luz palpitante de las casa de cambio, los
anuncios de los hoteles para vivir tres horas, las filas
interminables de mujeres que entran a las maquiladoras; encontramos
bulevares que terminan en murallas de acero, en encierros nacionales.
La risa franca, escandalosa, de las
mujeres. Las mujeres-leonas, las mujeres de ojos grandes.
Los mismos perros, desgraciados de
collares grises de garrapatas.
La pobreza escondida en la comodidad de
la quincena segura.
La banda, la raza, la clica.
Las ciudades que comienzan en el
desierto que no es arenal, que es el páramo de todos los Juanes y
los Pedros.
El Norte nos abarca, cruza al país, le
da la naturaleza llana; el norte es un vacío que se extiende incluso
en nosotros, que nos endurece la piel. Creemos que entendemos el
Norte, pero tan sólo es la ilusión de un instante que pasa con
lentitud inaudita. El Norte son los hueso hechos polvo de mil
generaciones, polvo óseo, los edificios que se construyeron bajo
tierra, las planicies de un planeta en donde se toca a Pink Floyd con
bajo y acordeón, la región que festeja carnavales con lluvia fría,
en el macizo de la alegría bien planeada, congelada, pero alegría.
El Norte acusa, desenmascara, da un
ritmo descarado. El Norte es una comunidad que mira al lado opuesto,
es la multitud que se fortalece con los que llegan del Sur
moribundos, y que terminan sentados en un sillón buscando nuevas
señales, nuevas formas. El Norte es las ciudades que se agigantan
con las miradas oscuras, perdidas, de los que llegan en trenes o
aviones, de los que se aclaran la vista en los dominios de la
indiferencia. El Norte es la inconsciencia nacional, eso; el Norte es
una casa con patios muy amplios, una gran casa en donde se olvidan
los sueños, pero en donde se cocinan las nuevas vidas.
(Texto publicado en el suplemento Palabra (periódico El vigía)