domingo, 21 de diciembre de 2014

El Norte




El Norte no cabe un unas líneas, no cabe en una novela, cabe apenas en las ciudades humanas, en la literatura de un país. El norte es invisible, pero abarca realidades extensas. Hay un norte que es nuestro, y otros que no lo son. En el Norte nos acomodamos, levantamos casas de madera que soportan los vientos de Santa Ana, las lluvias escasas de invierno; sobre llantas rellenas, sobre superficies llanas, en colinas, en antiguos arroyos; llantas, millones de ellas.

Me voy lejos, padre; por eso vengo a darle el aviso.
¿Y pa ónde te vas, si se puede saber?
Me voy pal Norte.

Nos venimos para Norte sin imaginar las tormentas invernales, los vendavales, los parques desahuciados. Encontramos nuestra alma que pena, el misterio del más allá que se concreta en las ciudades desiertas de los gringos, las ciudades invadidas por los rostros morenos, no más oscuros que nuestros abuelos. Encontramos la luz palpitante de las casa de cambio, los anuncios de los hoteles para vivir tres horas, las filas interminables de mujeres que entran a las maquiladoras; encontramos bulevares que terminan en murallas de acero, en encierros nacionales.

La risa franca, escandalosa, de las mujeres. Las mujeres-leonas, las mujeres de ojos grandes.

Los mismos perros, desgraciados de collares grises de garrapatas.

La pobreza escondida en la comodidad de la quincena segura.

La banda, la raza, la clica.

Las ciudades que comienzan en el desierto que no es arenal, que es el páramo de todos los Juanes y los Pedros.

El Norte nos abarca, cruza al país, le da la naturaleza llana; el norte es un vacío que se extiende incluso en nosotros, que nos endurece la piel. Creemos que entendemos el Norte, pero tan sólo es la ilusión de un instante que pasa con lentitud inaudita. El Norte son los hueso hechos polvo de mil generaciones, polvo óseo, los edificios que se construyeron bajo tierra, las planicies de un planeta en donde se toca a Pink Floyd con bajo y acordeón, la región que festeja carnavales con lluvia fría, en el macizo de la alegría bien planeada, congelada, pero alegría.

El Norte acusa, desenmascara, da un ritmo descarado. El Norte es una comunidad que mira al lado opuesto, es la multitud que se fortalece con los que llegan del Sur moribundos, y que terminan sentados en un sillón buscando nuevas señales, nuevas formas. El Norte es las ciudades que se agigantan con las miradas oscuras, perdidas, de los que llegan en trenes o aviones, de los que se aclaran la vista en los dominios de la indiferencia. El Norte es la inconsciencia nacional, eso; el Norte es una casa con patios muy amplios, una gran casa en donde se olvidan los sueños, pero en donde se cocinan las nuevas vidas.

(Texto publicado en el suplemento Palabra (periódico El vigía)

jueves, 13 de noviembre de 2014

Más de José Trigo




Cuando leí la palabra “boruca” en José Trigo, entendí que ahí estaba el lenguaje perdido de mi infancia. Mi padre decía, en esas noches bien jóvenes: “ya, no hagan boruca”, y el silencio, ya de por sí endémico en esa planta baja de la vecindad, se agarraba de lo que podía. Éramos varios hermanos, en la flor del escándalo, y callábamos como gente adulta, como ancianos moribundos. Algunos de mis hermanos se encerraban a leer en el baño y otros se acomodaban en la cocina de paredes amarillas. Yo hacía cualquiera de estas cosas, o me acostaba a escuchar la radio con audífonos, o a escuchar la lluvia en la zotehuela (otros escribirían traspatio).

No queda en una palabra, mi lectura me ha llevado a un paseo que no creía que existiera fuera de la charla de los mayores, esa charla que me parecía pesada, torpe, rebuscada, incluso burda. ¿Por qué decían “pulga pedorra”, o “desconchinfladas”, o “turulata”? Yo mismo, en mis primeros años, cantaba: “a comer, a comer, pedacitos sin cuartel”. ¿Quién me enseñó esa canción? En José Trigo la encontré de forma correcta: “a comer, a comer, soldaditos del cuartel”. Era yo un “bodoque”, un “escuincle de porra”, “chipil” pero “morrocotudo”.

Al final, que encanto, y de eso se trata la literatura, de hacer memoria del lenguaje, de guardar lo sustancial de nuestras charlas, de las charlas de todos los tiempos. Al final, nuestro lenguaje no sólo es transformador de la realidad, es la realidad misma en transformación, y lo mismo una máquina del tiempo, el paseo por nosotros mismos, por nuestros orígenes.

lunes, 10 de noviembre de 2014

José Trigo




Hace ya bastantes años, los suficientes para pensar en una pequeña vida, discutimos con Huberto Batis sobre la transformación del lenguaje a partir de una palabra ya entonces en desuso: pensil, también nombre de una colonia en la Ciudad de México. Cualquiera puede argumentar lo contrario en esta extensa comarca en donde el español rifa. Estábamos en un salón de ventanales enormes con vista a la Biblioteca Central y a los jardines de CU. Era claro: el lenguaje se transforma, lo es.

En José Trigo, de Fernando del Paso (Siglo XXI editores), encuentro un lenguaje que se nos fue, el lenguaje del nuestros padres, de nuestros abuelos, el portento, la riqueza de un español-materia viva en donde va germinando la palabra nueva, y en donde se va olvidando el idioma del pasado. ¿Nostalgia por las palabras perdidas? Ahí está Fernando del Paso, barroco, insistente, memorioso, sabio de lo incomprensible.

Nunca olvidaré su capítulo 7, en la primera parte, a dos narraciones que se entretejen como serpientes hambrientas, vivas, y que terminan por devorarse. Prodigioso. Memorable su Ciudad de México primigenia, la desolación rulfiana en un contexto urbano; la fuerza de sus personajes moribundos, el peso de los féretros, de la búsqueda de sí mismos en la historia que se va perdiendo, a trozos, como nosotros mismos.

Y José Trigo “Se puso los zapatos zapatotes del otro hombre”, y la imagen imborrable de personaje que llego con la Eduviges sin zapatos, y que se pone los del otro, porque en este país no sólo heredamos la violencia, lo heredamos todo, aunque nos quede grande la inmundicia, entre lo inconmensurable, entre lo que no podemos entender. Y todos somos todos, como un híperhumano que se extiende hasta el origen de todas las soledades, de todos los dolores.

Para cerrar: esta semana llovió al fin, con ganas, con rabia de madrugada sedienta, y “la resolana de lluvia” alcanzó el amanecer. Y cuando abrí los ojos, seguían faltando 43, y se me amargó el ánimo, la boca, como la “palomina” de todos los pichones de la ciudad, y la desesperanza se volvió a escapar. Pero el español sigue vivo, telúrico, entre los vaivenes de la lengua, de la nación, de las hojas como tumbas ultrajadas, como fosas recién descubiertas, como venas abiertas, como padres llorando a sus hijos.

(Publicado en el suplemento Palabra: http://es.scribd.com/doc/245990082/EVPA1109 )
 

miércoles, 22 de octubre de 2014

Somos 43




Ya no le escribo a mis amigos. Escribo para el mundo, para un mundo ciego.

Pero me tomo un capuchino que un amigo me invitó.

El trabajo de corregir la traducción de un libro llegó cuando más lo necesitaba. He visto 500 pesos pero no he visto una línea del texto. Eso da un poco de miedo. El trabajo me lo dio una amiga, a pesar de saber que algunos miembros de su familia me detestan (cuestiones de viejos amores).

En estos magros tiempos, con 43 de los nuestros que no aparecen, con la jodida encomienda de sobrevivir con quincenas bien golpeadas, entre la incertidumbre y la desesperanza, vamos andando con ese grupo de personas que amamos por cosas simples y que se acomodan en nosotros, como si fuéramos muebles mullidos. Probablemente no soy el lugar más cómodo para vivir. Ellos me alimentan.

Pero constantemente caigo en los rostros de los 43 compañeros que, cosa extraña, no están y están más presentes que nunca en la vida.

Quizá sean, esos 43 jóvenes, unos necios, quizá rían de cosas simples, quizá alguno de ellos me rompería la nariz para ponerme en mi lugar... Es decir, ellos son como nosotros. Mirar nuestros rostros es mirarlos a ellos. Uno de mis hijos, uno que existe en mis intestinos, uno que golpea en las paredes de mi cráneo, es normalista y está desaparecido. Otro es mi hermano y detesto cuando habla como gritando, otro es un tipo que ríe como si de risa se tratara la vida... Todos tienen cicatrices en la piel, como nosotros, y probablemente el desencanto de enfrentar a un sistema como este, como el que todos soportamos, y bastantes alimentamos.

Hay una recompensa por quien dé informes que conduzcan a su localización. Yo los he visto, cada día, a cada instante me cruzo con ellos en la calle. Pero es una recompensa sospechosa, casi como una burla, como un tentempié mental, como una patada de mula, como... Esas cosas que hacen los gobiernos.

Y la vida sigue, allá afuera un tipo vestido para jugar fútbol, ¿normalista?, cruza la calle.

Pretendía hablar de los premios, de los Premios, pero no tengo mucho ánimo. Espero la respuesta de dos, de una solicitud de beca, pero también espero la respuesta de la sociedad, de la autoridad, de la humanidad de cada quien, para localizarnos, para encontrarnos, que estamos extraviados desde hace semanas, décadas, siglos probablemente.

Somos 43, pero me da la impresión de que somos más.

jueves, 2 de octubre de 2014

Sin ropa




Hace algunos años me corrieron de un café, el motivo fue que la página que tenía abierta en mi computadora no le agradó al dueño. Era una página de Tumblr, en la que se mostraba al menos un cuerpo desnudo, ni más ni menos. Cualquier razonamiento que utilicé resultó inútil, y salí ofendido del lugar. Entre las palabras que utilizó aquel indigesto individuo estuvo “pornografía”, entre las que utilicé yo estuvieron “ignorante” y “amigdalitis”. En cualquier caso, mis argumentos no fueron ni convincentes ni válidos, más bien ingenuos y sentidos.

Lo he pensando, efectivamente se trataba de pornografía, y ese tipo la había descubierto de una ojeada. Por supuesto, no se necesita de mucha destreza descubrir lo impropio a partir de lo que no usa ni bragas ni sostén, y no utiliza rastrillo para descubrir ciertas partes. Pero no es tan sencillo, y usualmente me ayudan esos textos que me hablan al oído, me susurran marranadas y me dejan con una Sonrisa vertical en la cabeza.

Naief Yehya, en su Pornografía, define a la misma “como la representación o descripción explícita de los órganos y las prácticas sexuales, enfocadas a estimular los deseos eróticos del público”. Sin más lubricante, así de simple. Y casi cualquier encuerado o encuerada se tropieza con esta definición. Pero la complejidad, por supuesto, está entre los pliegues; citado en el mismo libro, Wagner agrega: “con la deliberada intensión de violar los tabús sociales y morales existentes”, lo que agrega un propósito bien firme.

Huberto Batis, en su ensayo Erotismo y pornografía (en Estética de lo obsceno), le pone jugo al asunto: “La pornografía, como la belleza, está por entero en los ojos del que la contempla”. Y entonces, como él bien dice, hay una relativización, y la apertura queda abierta a los criterios personales de la obscenidad. Aun mejor: “lo obsceno ni le quita ni le agrega cualidades artísticas a la obra; así como éstas tampoco pueden exculpar lo licencioso”, y nos acomodamos en el cuerpo entero del arte.

Por mi parte, no puedo entender la realidad con tanta ropa, me parece poco pudoroso vestir cada evento a nuestro alrededor para maquillarle las arrugas, las verrugas, para hacerlo inofensivo, sin virus. En cambio, ¿cuánta riqueza nos dan las imágenes de escenas que probablemente no veríamos jamás en el aburrimiento de la vida “normal”? Se me viene un flujo de recuerdos imborrables que nunca sucedieron.

Y por supuesto, la pornografía escrita deja todo a nuestra responsabilidad imaginativa, a nuestra lubricidad personal, a nuestras ilusiones y nuestras frustraciones.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Calores





La vida no era así, no recuerdo en quince años calores tan duraderos y tan extremos. Si no es señal clarísima de un cambio climático global, ¿qué es? Es curioso, no he leído una noticia, escuchado o visto, que relacione este fenómeno con el hombre y la transformación del ambiente. Quizá este es el momento preciso de culparnos, de asumir responsabilidades.

Sin embargo, tiene su encanto mirar las calles vacías, 16 de septiembre, cinco de la tarde. No precisamente desiertas, pero la gente se esconde en sus casas ¿frente al ventilador? El té helado del café se terminó, algunos parroquianos se abanican con el periódico, yo me traje mi pequeño ventilador. 30 o 33 grados Celsius no es para morir, pero nadie espera esa temperatura en Ensenada.

La gente habla de ello. Alguien se acercó a mi y me dijo que en veinticinco años… lo mismo, inédito este clima. La gente se limpia el sudor del rostro, probablemente vocifere, grite a los niños o les improvise albercas en el patio, razone que así no debe ser la vida… O desee abandonar el trabajo y mudarse a un lugar con veranos suaves e inviernos lluviosos. Como Ensenada en otros tiempos, ahora recuerdo.

¿Y mañana? ¿La vida seguirá como cada día? ¿Por fin podremos utilizar pantalones cortos en las escuelas? ¿El patrón de los vientos barrerá las desgracias, los perros en descomposición se levantarán de entre sus pelos y ladrarán de alegría por el fresco de las nuevas tardes, la presa regenerará aguas verdes, plancton bioluminiscente?

En la colonia 89, el heladero de los Globitos (el “conero” para los niños), grita: “lloren, niños, lloren”. Y me fascina su estrategia: ¿qué mejor rudeza de los niños para arrancarle unas monedas a sus padres? Lloren, niños. Con este clima se facilitan ambas cosas: llorar y desear a muerte un helado. Pero además, que encanto el de la literatura popular, que siempre tiene para nosotros los mejores momentos, las mejores frases, la mejor muerte.

Lloren, niños… No sólo es la ocurrencia de un individuo, por cierto, es el desparpajo del latinoamericano, es el fulgor de lo real y de lo maravilloso, es la respuesta a los calores y a los hervores cerebrales, a la pobreza y su mezcla con la agudeza, con la inteligencia y el desdén. ¿A quién le importan los niños llorando? A todos, claro, a todos.

(Texto publicado en Palabra: http://www.elvigia.net/palabra/2014/9/21/palabra-septiembre-2014-171284.html)

domingo, 7 de septiembre de 2014

Tristes gentes



Cuando terminé de leer Tres tristes tigres (Guillermo Cabrera Infante), tuve un sentimiento de vacío, de soledad. Cada libro tiene un efecto diferente, independiente de las ideas o el estilo, de la geografía literaria o de la historia en sí. Ese sentimiento de agonía era el mismo, así lo quiero entender, que el de los personajes. Los contrastes siempre me han gustado, y esa algarabía caribeña contrastaba con el dolor, la muerte que creí encontrar en sus líneas. Lo festivo y lo salobre. Deseaba que se alargara la noche cubana hasta el invierno, pero todo en el trópico se descompone con facilidad.

Ahora continúo con Factotum (Bukowski), y la gente simple vocifera a mi alrededor. ¿Qué podrían tener en común Cabrera Infante y Bukowski? Probablemente la voz de la gente.

Con Cabrera Infante, debo precisar, los personajes hablan, no necesitan de narradores ostentosos, sólo sueltan sus palabras como perros, hambrientos de decir, de llenar la vida como si fueran hojas (o las hojas como si fuera vida). Con Bukowski, en cambio, esos personajes se levantan de los ojos del escritor y andan como resucitados por un aliento alcohólico, no divino.

En un texto de Juan Cruz (El niño de los 100 años, en El país), se cita a Julio Cortázar: “¿Qué hace un autor con la gente vulgar, absolutamente vulgar, cómo ponerla ante sus lectores y cómo volverla interesante? Es imposible dejarla siempre fuera de la ficción, pues la gente vulgar es en todos los momentos la llave y el punto esencial en la cadena de asuntos humanos; si la suprimimos se pierde toda probabilidad de verdad”, y no puede parecerme más acertado.

Todos somos gente vulgar, me arriesgo a decir, y la boca se me hace agua. Existe un instante de desnudez en donde no podemos escapar de nosotros mismos. “Absolutamente vulgar”, salva Cortázar a unos cuantos, pero entre las mareas de la sordidez y la simpleza, nadamos. Yo nací en la gracia de una familia vulgar, y desde siempre amé a mis padres vulgares (y amorosos), he amado a mujeres vulgares y moriré entre todos ellos.

O quizá sea que el ordinario miré por regla con estrechez.

Las historias, en todo caso, están en dónde más gente hay, las mezclas más humanas abundan: el amor, la codicia, el odio, la desesperanza, la esperanza, la ilusión, los celos, la lujuria, la candidez, la pérdida de la candidez, la ignorancia... El altruismo sin tener nada, la desesperación, el dolor, el desconsuelo... Pero sigo pensando que todos tenemos estas pociones en cantidades variables.

Alguien me reprochó de la sordidez de algunos momentos en mis novelas, y reitero a Cortázar: “si la suprimimos se pierde toda probabilidad de verdad”. La verdad, no como un juicio sino como un acercamiento a la realidad, que está en todos entonces, como un bien repartido.

Sin embargo, entiendo de la existencia de un estrato social en donde la escoria es dominante: la clase política (un eco de la lucha de clases); ahí nacen maldades insospechadas, y la vulgaridad tiene tintes de idiotez.

(Texto publicado en Palabra, del periódico El vigía)

domingo, 24 de agosto de 2014

Verano en la Ciudad de México




Finalmente encontré En la Patagonía (Bruce Chatwin), en una versión económica de Anagrama (Quinteto). Así pasa con los libros en México, como si fueran artículos de segunda mano en los mercados de pulgas (aquí en Ensenada, Los globos, simple y llanamente): los encuentras cuando ya perdiste toda esperanza. Quizá fue en El sótano, curiosamente lo olvidé, pero caminaba por el centro de la Ciudad, con mi hijo en brazos y una multitud detrás y delante de mi.

***

Otro día, en la calle de Independencia, tuve miedo de morir, o de perder mi mochila, que es como una mutilación. En el baño de un café, al que llegué con extrema urgencia, estuve a punto del desmayo: una infección estomacal me tomó por sorpresa. Bastaron dos pares de pastillas de Loperamida, antibióticos recetados por un doctor que no quiso darme la mano cuando lo saludé, para terminar con mi hermano Horacio comiendo caldo de gallina, en Ayuntamiento. Después tomé el tranvía que se va por Lázaro Cárdenas y pasé por la deslucida Tlatelolco, que en otras épocas tuviera cierto brillo urbano.

***

A unos pasos de Alvaro Obregón, en la colonia Roma, Gabriel y yo decidimos hacer una pausa, precisamente frente a un gimnasio con grandes ventanas que daban a la calle. Dentro, un numeroso grupo de mujeres y algunos hombres bailaban mecánicamente. Nosotros, entrados en el cansancio de los cuarenta, nos acomodamos sin siquiera acordarlo: la imagen de esas mujeres sudorosas y agotadas, de los hombres con cierto aire afeminado, era cautivadora. Efectivamente, parecíamos unos mirones atentos a los bamboleos de la carne, pero quizá se trataba de otra cosa: de disfrutar el agotamiento ajeno, de la liviandad de la noche mientras otros se preocupaban por sus cuerpos más jóvenes.

Igual nos levantamos sin discutirlo, y peinamos las calles aledañas, fotografiando la herrería de las viejas casas, preguntando por postres, y esperando a la lluvia que nunca llegó.

Terminamos cenando tacos de Alvaro O.

***

El departamento de Gabriel está en Tacubaya, en el edificio Isabel (trazado por el arquitecto Juan Segura).

Hace un tiempo, festejando un fin de temporada de una puesta de Gabriel, lo recorrimos a la media noche hablando de sus virtudes espaciales. Ibamos David, una chica muy culta que atendía una tlapalería en calzada de Tlalpan, y yo. No recuerdo el nombre de esa mujer, pero entre los alcoholes y entre su encantadora charla, pasé una noche magnífica; le regalé casi como agradecimiento una de mis novelas, pero nunca tuve un comentario. Lo cierto es que habló del Art Decó, a propósito de la arquitectura del inmueble, e incluso del origen de la palabra tlapalería: de la voz náhuatl tlapalli, que significa "color".

Así es la Ciudad, la gente se pierde con facilidad, pero muchos recuerdos perduran y se reproducen con cada visita.

(texto publicado en el suplemento Palabra, del periódico El vigía: 
http://www.elvigia.net/palabra/2014/8/24/palabra-agosto-2014-168083.html)

jueves, 21 de agosto de 2014

Vacaciones




No dejan de haber noticias desalentadoras, desde el otro extremo del mundo hasta aquí mismo, con el desenfreno privatizador del gobierno priista y la legendaria banda de los legisladores porfiristas. Qué tiempos aquellos que siguen siendo los mismos. Pero al final, la gamberra Secretaría de Educación no se salió con la suya, y se nos concedieron 4 semanas de receso que le vienen muy bien a mis enfermedades oportunistas y a mis lecturas de puro placer. Por si fuera poco, tuve para viajar, desasiéndome de un poco de lastre en ventas oportunísimas, y la Ciudad de mis bibliotecas está a un día.

En estos días de sopor, me duerno con el ventilador prendido para espantar los buenos pensamientos, y con Cabrera Infante para encallar los malos; me abrazo de las malas palabras y me hundo en el lodo de las divagaciones afroantillanas. Que placer tan completo el de leer al cubano, y más que otras veces, en otras guerras, los libros parecen escapes imposibles a la realidad pesada como edificio derrumbándose. La peor violencia literaria me parece soportable, no así la abrumadora estupidez de los gobiernos.

Leer desde el fin del mundo.

Todo parece tan claro como el paisaje abierto de Haití, sin vegetación; no hay obstáculos para entender que la transformación del medio resulta catastrófica. El Honda 94, allá afuera, me provoca risa al imaginarlo chatarra, los Premios Estatales, la presentación de mi libro en Hidalgo, el calendario escolar de los siguientes 20 años. ¿Qué vale ante la implacable locura de la destrucción masiva? Cuando nos enteramos de la muerte de los dinosaurios, fue una cosa de la selección natural, cuando miramos a los padres abrazando a sus hijos muertos y pasamos la hoja, es la saña que anida en nuestros huesos.

Anteayer me lamentaba en silencio, pero el optimismo latinoamericano es legendario. Podemos reír en circunstancias asombrosas. ¿Es el desdén, es el entendimiento con la miseria? Miraba bailar a unas niñas cubanas en sus barrios proletarios y me decía: “lo latinoamericano no se va a agotar, siempre habrá barrios, pobreza, segregación.. y la vida que florece ahí.”. Y pude haber llorado, pero me reí, porque la ignorancia se tiñe de alegría que a veces es fulminante, y casi nadie dice que NO a la algarabía, aunque se baile en la tierra que será nuestra tumba.

Las páginas de Tres tristes tigres están llenas de gente, un pedazo de humanidad se asoma en la novela de Cabrera Infante. Ahí hay un resumen personal entre luciérnagas y dolor, ente la bulla, los sones y el ron; una Cuba pre revolucionaria, pero sobre todo eso, gente en su tumba de papel, en sus ecos infinitos bajo el efecto de la lectura, el retrato de nosotros mismos con rostros muy morenos, de nuestra y su desventura repetida a la manera de la Invención de Morel.

Feliz verano entre el desenlace de los tiempos.

(Texto publicado en el suplemento Palabra del periódico El vigía
http://www.elvigia.net/palabra/2014/8/10/palabra-agosto-2014-166430.html)

martes, 15 de julio de 2014

¿Por qué recordamos a los escritores?



Cuando leo el rabioso texto de Mario Vargas Llosa en El país (La careta del gigante), a propósito de la selección brasileña de fútbol, y de Brasil, se me olvidan los libros que le he leído. No porque no pueda escribir sus opiniones, sino por las opiniones mismas, por la forma. En todo caso, el que a un país le vaya mal o peor, no puede generar esa corajina en la crítica, menos aún cuando no es el país propio. Y es que no se trata de un país intervencionista, ni belicista, ni uno que viole descaradamente los derechos humanos de unos o de otros; se trata en todo caso, de su política económica, y de su mal fútbol, por cierto.

"... el Gobierno que sembró, con sus políticas mercantilistas y corruptas, las semillas de la catástrofe...", dice, "tráficos delictuosos", "políticas mercantilistas y corruptas", "delirio mesiánico y fantástica irresponsabilidad"... Son algunas de sus frases, sostenidas en un texto bien cuidado, equilibrado entre el deporte del balón, la historia, y datos. Impecable, y sucio, en una convivencia elemental.

Igual me sorprende que el mismo Vagas Llosa firme una petición con otros intelectuales para que Mariano Rajoy, presidente del Gobierno de España, no dialogue con el presidente de la Generalidad de Cataluña, Artur Mas, en aquella cuestión del proceso soberanista catalán. Si no se privilegia el diálogo, qué nos queda.

Existe un medio desde el cual el escritor se mueve con entera libertad, desde el espacio de ficción, pero me parece insostenible que siga siendo el especialista en todo y el que también opine en todos los casos. Curiosamente, Vargas Llosa, no habla de la sangría en la franja de Gasa, ni expone sobre la política exterior norteamericana, ni sobre la problemática de los niños indocumentados en Estados Unidos, ni de los miles de muertos mexicanos en los últimos años.

¿Qué rencores guarda el escritor peruano?

A Vargas Llosa lo vamos recordando por sus diferencias con Gabriel García Márquez, por su rechazo a ciertos políticos de izquierda, por aquel comentario de “México es la dictadura perfecta”, por su contienda por la presidencia en los años 90... Pero el tono de sus textos lo he dejado en el espacio de la necesidad de las relecturas necesarias.

Vargas Llosa es novelista, pero utiliza diferentes caretas; en el fondo es un tipo con ideas vulgares, enconos, amores, desamores... Como todos nosotros.

viernes, 11 de julio de 2014

Reflexiones y enfermedades




Con los calores llegó también el cansancio del fin de año escolar, las enfermedades que aguardaban el momento en el que el cuerpo se vuelve más vulnerable. Mis ojos se cierran, todos los días ando con sueño, si tengo aquellos candados de energía de los que hablan mis maestros de yoga, los tengo cerrados a pesar de cualquier postura corporal. El ojo de mi frente está cegado, o al menos está irritado, como los otros dos.

Mis intestinos están en un estado lamentable, mi alergia se ha convertido en una plaga pulmonar, mi piel se avejenta o acuna a virus malvivientes. El flujo de las ideas es el flujo de mis gargajos.

Pero leo a Guillermo Cabrera Infante, y eso es motivo de algarabía mental.

Mi cartera, la nueva (la otra la perdí), sigue desangrándose. Pero ese debe ser considerado un mal menor. Todos en México sangramos por algo.

Los proyectos están en un estado de ingravidez que los hace flotar en el aire. Les faltan palabras. Cada día una frase, una idea, un arreglo mayor o menor a un párrafo. La lentitud, como el brinco de los senos en cámara lenta, como el pesado vuelo de un par de moscas ensartadas en un abrazo amoroso.

E ibuprofeno con butilhioscina, fexofenadina, mometasona y otras arañas.

Sin embargo, la reflexión del sentimiento latinoamericano, por eso del fútbol, las lágrimas, los suicidios. Un balón es para muchos cuestión de sí mismos, un complejo entramado emocional, una exquisita selección de frustración, de sentido de pertenencia, de nacionalismo, de ilusiones, de ceguera, de pérdida de la noción de lo importante, de la realidad... De amor en su versión más infiel, no correspondida, o bien: entre la colectividad. Un gol es la felicidad, un gol es la desolación, siete es lo impensable, uno el de la honra, otro el de la puntilla, uno más el de la confirmación, o el del gane, o el del empate, o el que da vida, o el que da muerte.

Yo le voy a un equipo que ya no existe, el que dejó recuerdos imborrables, el que perdió con dignidad, el que ganó casi siempre.

Me duele el colon, u otro requiebre intestinal. Me duele no dormir plenamente, me duele no coger todos los días, como loco, como amante loco.

domingo, 6 de julio de 2014

Recuerdos


Hay situaciones, personas, que recordamos por mucho tiempo (sabré que es por toda la vida si tengo la desgracia de ser consciente mientras muero). Algunas evocaciones parecen desvanecerse, otras perduran invictas. Pareciera que tenemos el oficio de recordar, pero quizá se trate del oficio de inventar. La memoria, dicen, es infiel. Quizá el ejercicio más reconocido como parte de la memoria literaria, sea En busca del tiempo perdido (Marcel Proust). Memorias, como tales, hay muchas, diarios que son una alternativa al olvido, un flujo del pensamiento que se establece en papel. De estos diarios, más nítidamente tengo presentes los de Anaïs Nin, después probablemente las notas de Bruce Chatwin, y más novelados los textos de Miller.

No olvidar parece el objetivo. ¿Quiénes somos sin recuerdos? Nuestra historia parece definir nuestra existencia, somos lo que hacemos, y lo que hacemos a cada instante es pasado.

Cuando leí a Proust algo no parecía encajar con la regularidad de la lectura, de mis pensamientos y de lo que me rodeaba; Por el camino de Swann tenía un ritmo desconocido para mi, como un intento de hacer perdurar no sólo los eventos, sino fusionar el ritmo del pensamiento, el del lector y el de la existencia que transcurre en todos los tiempos. Unas páginas bastaron para entender que la propuesta no era sólo literaria, sino de la armonía de la vida misma en un orden mental.

El conocimiento de las personas también tienen que ver con su cadencia mental, no sólo con su perspectiva. Recordar es algo personal, los mejores recuerdos son los propios, pero las mejores representaciones parecen ajenas.

En la creación literaria está la licuefacción de las experiencias, de lo que inventamos, de lo que podemos entender y evocar. ¿Qué es cierto, qué es ficción? La pregunta es un juego inútil, una maniobra de engaño que enriquece nuestra visión del universo. No puedo entender a la creación sin la recreación.

En todo caso, a los recuerdos los preferimos placenteros, y generalmente sólo nos provocan a nosotros mismos: ¿A quién le importa esa imagen recurrente de la milanesa con arroz y ensalada, en el mercado de la Cuauhtémoc? ¿A quién le dicen algo esas mañanas en la casa de... en Santa Julia? ¿Qué puede entender alguien de esos sábados en las aguas termales de Ixmiquilpan, o de las noches de pasión infantil explorando ventanas ajenas con un telescopio astronómico?

Lo cierto que hay quienes se comen los recuerdos ajenos, quienes viven de las historias, de la recreación de la realidad y las remembranzas... Los lectores, nosotros mismos. Un libro es un compendio de todo lo anterior, con la ventaja de ser un resumen bien extenso tamizado, el jugo, digamos, el flujo de lo exquisitamente privado de la mente ajena; un trozo de realidad que intenta rellenar esos vacíos que naturalmente tenemos al nacer, al ser humanos parciales en una colectividad total.

Texto publicado en el suplemento Palabra, del periódico El vigía:
 http://www.elvigia.net/palabra/2014/7/6/palabra-julio-2014-163244.html

jueves, 5 de junio de 2014

Los proscritos de la literatura




Así dice Daniel Salinas Basave, en el suplemento Palabra, al referirse, entre otros, a Mario Santiago Papasquiaro.

Si atendemos a las palabras laxamente, habría muchos de ellos. Condenados, desterrados. Pero, ¿cuándo pasamos a ser literatos, cuándo somos hombres y mujeres de letras, tanto como para sentirnos excluidos con razón?


Conozco a muchos que se dicen poetas, poetizas; los novelistas son dramáticamente menos, pero, más que todos, los que desean convertirse a las letras. ¿Cuántos son buenos escritores? No he leído a la mayoría, he escuchado a algunos. Ensenada es una ciudad pequeña, que alcanza para descubrir con cierta facilidad cuando alguien destaca, pero el puerto no es precisamente un generador de nuevos talentos, por más que se insista con ilusión en ello.

Habrá que pensar lo que sucede con los que tienen talento y no tienen espacios para desarrollarse o para mostrarse. ¿Qué espacios prefiere un profesional? Creo que cualquiera prefiere la decencia de la publicación de un libro, fuera de toda responsabilidad política. De ellos, de los talentosos, conozco a dos: uno muy joven, la otra joven a secas. Otros más se manejan por el medio cultural con soltura, escriben artículos para medios electrónicos locales o nacionales, pero no deciden ser o novelistas con plenitud, cuentistas, narradores, o poetas de vida completa. Por supuesto, excluyo a quienes se dedican al periodismo cultural por oficio. De estos últimos, a dos conozco. Otro más parece consolidado, pero a mi parecer que se quedó en un espacio de comodidad adormecedora.

Los escritores sin talento o sin espacios de desarrollo combinan su trabajo creativo con otros oficios, desde la docencia hasta lo inverosímil. De tiempo completo, únicamente los que están del lado de los que sobreviven de lo que escriben, los que navegan por la profesión con cierto éxito.

No conozco a muchos becarios, quizá una en el área de la dramaturgia.

Abundan los poetas por amor al amor, los de la nostalgia, los de las canciones, los de las distancias, los del dolor de la distancia... Los poetas de los sentires, los de las frases gastadas, los de la catarsis, los del vómito sentimental.

Quienes se dedican de vida completa a la literatura son los menos. No implica el tiempo completo, sino la manera de entender la existencia. Mario Santiago Papasquiaro, fuera cual fuera su manera de hacerse de dinero, vivía para la poesía, en ella se regodeaba, en ella meaba, cagaba, en ella entendía el entorno. No creo que le importara el mérito académico, o la aplastante aceptación del gremio. Él publicaba en el más miserable de los medios: en las paredes de su casa (un acto más bien íntimo), o en las servilletas: en el papel desnudo que se pone en el culo o en los labios. ¿Buscaba la “decencia de una publicación”?

La profesión, en el mejor de los casos, se lleva al límite, ¿hasta el desinterés por los premios, por la remuneración económica? Y entonces: ¿por qué se quiere ser escritor? Porque así nace de las tripas. El premio es una figura ilusoria, el sueldo algo sencillamente inexistente, la remuneración extraña, más emparentada con lo inusual, lo fantástico.

Y usted, ¿por qué escribe?

Y yo, ¿por qué escribo? Yo soy un escritor menor, para empezar, y por menor entendemos que existimos entre lo inapropiado, lo mal planteado, lo caótico, lo generalmente sin sentido, lo descontextualizado, lo mediocre y lo más humano de todo: lo vulgar, lo común y lo corriente. Pero aún, los escritores menores pretendemos un gran flujo literario, poético, que sostenga la creatividad de una zona, de un país en el mejor de los casos. Los menores tenemos que gritar usualmente, hablar con claridad y sin muchos rodeos, para ser escuchados.

Creo que aquí todos somos menores. Pero todos comenzamos mediocres, casi todos, y la belleza está en no esperar nada, no hacerlo por esperanza, sino por puritito amor, y no amor al amor. La terquedad de nuestras letras a veces da lugar a paisajes bien definidos, a personajes bastante coherentes, a historias que permanecen en la memoria de algunos. Así nos quedamos bien. A veces la explicación de “algo” está en una líneas, con la sencillez de la poesía del no leído, a veces encontramos una simplificación que parecía imposible en la inesperada poetisa del arrabal de la ciudad de los desprotegidos... Y ganamos por un momento, y abrazamos al que por un instante, es el mejor.

domingo, 1 de junio de 2014

La muerte le sonrió, cabrona




A Mejía de la Garza, in Memoriam

Mejía de la Garza... Antonio, ¿dónde está? Quizá muchos de nosotros no tengamos idea de su vida o de su historia, ni de porqué este encuentro está dedicado a él cada año. No tuve el gusto de conocerlo, pero a la mayoría de los escritores no tenemos acceso personal. No ando diciendo: miré a Roberto Bolaño y nos tomamos un café... o, abracé a Elena Poniatowska y se sintió agobiada después de que no la soltara, insistente... La verdad es que a la mayoría de nuestras lecturas les llamamos gente, escritores, pero a esa gente no la hemos visto nunca. Eso me sucede con Mejía de la Garza.

La otra cara de la moneda somos nosotros mismos. Nadie, o casi nadie, nos conoce en términos de cientos de miles de personas. ¿Quién me ha visto, quién sabe de mis miedos, quien sabe a las claras de mis perversiones? O más fácil: ¿Quién ha leído mis novelas?

“Mejía de la Garza murió de un infarto fulminante a los 51 años de edad...”. El hombre dejó probablemente a una familia, o a una amiga, o a un gran amor, pero eso no lo sé. No sé qué ambicionaba, ni puedo entender por qué llegó a Ensenada. Pero puedo imaginar el dolor que dejó en alguien, en lo inesperada de su partida, y un poco de su labor si aquí estamos recordándole.

¿Quién quiso, quiere, tanto a Mejía de la Garza? El acto de recordar es a veces un acto de amor.

Todos somos un poco Mejía de la Garza, todos somos un poco fantasmas, un poco presencias difusas, un poco más tangibles para los que tienen la razón de los recuerdos, para los que tienen la valentía del amor o para los que hacen de las personas buenas costumbres. No se mal entienda, las costumbres no son ni del todo malas ni del todo aburridas.

Hoy estoy aquí para pensar en Mejía de la Garza, no estoy para mis textos que, seguramente, nadie recordará, acaso mis amores, quizá mi esposa y mi hijo, quizá mi gran amante, que sigo esperando de broma, pero en serio. Lo cierto es que más vale escribir del que algunos recuerdan que escribir de sí mismo, que no sabemos si tendremos la fortuna de trascender más de una década, como él ha hecho.

No tuve la fortuna, decía, pero quizá en mi primer visita a Ensenada, en el lejano 1997, me cruzara con él en la calle y... Pero no conozco su rostro y mi memoria es humana, y sí a una descripción me aferro, quizá Mejía de la Garza “era una Isla, flotando en palabras, entre pirañas solares”. En sus palabras, ¿mirándose al espejo? La lectura es una libertad trepadora, por ponerle de alguna forma.

Para despedirme, él también escribió:

“No te marches
Porque a través del adiós
La muerte me sonríe”.

Y es la mejor manera de entenderlo, y más razón para la lectura, y sigo avanzando en el conocimiento de su persona: en tres líneas me parece que no era un tipo cursi, y que a pesar de lo que fuera, la muerte le sonrío, cabrona.

(Texto publicado en el suplemento Palabra, del periódico El vigía, y leído en el Encuentro de Escritores Mares de Tinta)

domingo, 18 de mayo de 2014

Muertos vivientes.




Nos vamos acostumbrado a las ausencias. ¿Nos vamos acostumbrando?

 A esos señores que perdieron la vida en los últimos tiempos, la mayoría jamás los miramos. Por lo que a mi respecta, siguen causando revuelo Julio Cortázar, Juan Rulfo, Roberto Bolaño, Guillermo Cabrera Infante e incluso, Carlos Fuentes. Un cadáver fresco, como el de Gabriel García Márquez, es polvo y nunca tuvo ese intenso tufo de la cadaverina, pero ahí está con sus inolvidables visiones de la realidad latinoamericana. Pero a los escritores los abordamos íntimamente, y en sus lecturas los vamos haciendo amigos, los vamos queriendo o detestando, y ahí en el librero tenemos piezas complejas de sus pensamientos, tardes de bromas macabras, vuelos existenciales, sentencias, construcciones, retoques, divagaciones, lucidez endemoniada... Son familiares. Entonces lloramos sólo a sus fantasmas, a lo que menos teníamos para nosotros.

Y sin embargo, me detengo angustiado por la vida del amigo que nunca me miró, y me pregunto: ¿sufrió el desgraciado? Julio Cortázar, renovador de la estructura del lenguaje, murió de un proceso leucémico, o de la jodedera de un virus cabrón, dirían otros. Roberto Bolaño, regenerador de la literatura en castellano, de un grave mal hepático que lo enflacó y lo hizo un tipo macabro y divertido. Guillermo Cabrera Infante, indispensable de la cultura cubana y latinoamericana, de septicemia, que suena a mordida de lagarto con baba infecta. Carlos Fuentes, peligroso comunista para el FBI, de una hemorragia masiva, que debe de ser mucho peor que las hemorragias apáticas. Y Juan Rulfo, el NUESTRO, de cáncer de pulmón, intuyo de tanto andar en esos llanos desolados en llamas. La neumonía de Gabriel García Márquez igual la pescó en Macondo, con esas fiebres de selva incurables.

Muertes masivas, malas, celulares, virales... Muertes lejanas a los fusilamientos, a las malas caídas, a los suicidios masivos de ballenas, a los tropiezos en altitudes sin oxígeno, a los choques de trenes o catástrofes aéreas. Ni muertes de hambre, ni madres. Más cercanas a la cisticercosis y a las transgresiones genéticas, a la locura de la reproducción celular y a las bacterias asesinas. ¿Les dolió el cuerpo al morir? ¿Tuvieron la perra claridad de los últimos momentos? ¿Tuvieron fe en los antibióticos, en los tratamientos experimentales? ¿Cuánto duró su resistencia a la muerte?

Está última pregunta es la que más me atormenta como amigo (al menos lejano), como cercano lector, como íntimo seguidor... ¿Cuánto dura la resistencia a la idea de que vamos a morir? A esos hombres los queremos a ciegas pero a profundas también, como si desde siempre fuéramos Nosotros, como si desde siempre dijéramos somos Todos.

¿Cuál será nuestra fractura, nuestro cansancio orgánico, nuestro veneno, nuestra liberación? Me duelen las manos por eso de los túneles del carpo, pero lo que más me duele, es México, ahí en la realidad de la ingle.

(Texto publicaco en El Vigía: http://www.elvigia.net/palabra/2014/5/18/palabra-mayo-2014-158578.html)

lunes, 5 de mayo de 2014

Cuando la quincena se termine



Recuerdo como mías esas andanzas de Henry Miller, pidiendo dinero a sus amigos para sacar adelante los días; muchas veces lo obtenía y lo gastaba con alguna mujer, invitaba a sus amigos a comer o pagaba otras deudas. Entonces trabajaba organizando a empleados que entregaban telegramas en Nueva York (Western Union), y detestaba su trabajo aunque algunos de sus buenos amigos estaban ahí. En la traducción española él decía “tirar el sablazo” al referirse a los prestamos que pedía y su obtención. Cuando leo esos pasajes en sus Trópicos puedo sentir el bienestar que le daban unas monedas, porque eso significaba: comer, moverse, estar con una mujer.

Sin embargo, Miller vivía en la miseria.

Es una imagen romántica del escritor, pero lo mismo podemos decir de millones de personas que no tocan un libro en casi toda su vida, y que subsisten sin ese poder de convencimiento que tenía Miller. Un tipo común ¿a cuántas personas les puede pedir dinero? Muy pocas, y mientras no esté endeudado con ellas, pero es más probable que se rodee de personas que como él, no tienen un peso de sobra.

Miller tenía a la humanidad para él, por el trabajo y por su facilidad para socializar, y residía en una ciudad como Nueva York. Ensenada es una ciudad pequeña, y pequeños son nuestros círculos sociales, así que el escritor pobre local puede...

Uno: Vender sus propiedades (muebles, libros, y otros valores). Los libros no interesan a muchos en un país de pocos lectores, por cierto.

Dos: Empeñar alguna joya de la familia u otro objeto que no se quiera perder... Pero me atrevo a pensar que de cada 10 cosas empeñadas se pierden la mitad, como mínimo.

Tres: Si tu historial crediticio es limpio (o fue limpio alguna vez), tener crédito en Coppel, por ejemplo, que te puede “alivianar” en cierto momento. Por supuesto, los intereses son brutales.

Cuatro: Los préstamos sobre la nómina son finitos, y también son sangrientos con las comisiones.

Y salir a la calle, no quedarse en casa, mirar gente, cargar siempre con sus libros (los de su autoría) para vender con cierta elegancia... Así es, andar por esas calles lindas del centro, llegar a Coppel y averiguar que tiene pagos vencidos... Recibir una llamada de Santander y temer que ya estén dando con su domicilio actual... Y llegar a Banamex con la agradable sorpresa de 1000 pesos de crédito puro, limpio, pleno y satisfactor.

Las becas son una ilusión, los benefactores millonarios son fantasía. Existen, eso sí, los amigos, los que en esos momentos te abrazan y hacen lo que pueden sin consultar al Buró de Crédito, a quién nadie hacía caso hace algunos años.

Para esos amigos, esta nota.

domingo, 27 de abril de 2014

El tamaño de nuestra soledad



A veces me parece que estamos frente al pelotón de fusilamiento, en un momento que se hace eterno, que nos desfigura, que nos acobarda, que nos moja los pantalones; a veces, sin embargo, reconozco que caminamos en libertad, guiados por el olor de las almendras, a veces por el olor de los muertos en las calles de nuestras ciudades. También reconozco que nuestra realidad es inconmensurable, pero que estamos en un punto ciego, el de la ignorancia, que nos evita mirarla, mucho menos entenderla. Gabriel García Márquez entendió antes que nadie de esta riqueza incomprendida, ignorada o sencillamente no observada. “No hemos tenido una instante de sosiego”, dice en 1982 en su discurso de aceptación del Premio Nobel, y seguimos sin tenerlo, pero aletargados en el desconocimiento de nosotros mismos.

La realidad que vive con nosotros” en su grandeza de fealdad y de belleza, abrió en García Márquez un “manantial de creación insaciable”, pero permanece cerrado para la mayoría de los latinoamericanos. Vivimos el día a día en el adormecedor discurso de las minorías y creando lo imposible, nuestro infierno paradisiaco; la imaginación creativa no es requerida porque esos espacios están captados por la supervivencia. Efectivamente, no se nos puede medir con la misma vara, somos una especie de caníbales que además de sí mismos comemos la lógica del primer mundo; andamos con alegrías desnudas mientras nos caemos a pedazos, mientras lloramos a nuestro patriarca Gabriel. Todos somos huérfanos de padre: si no lo conocimos, murió cruzando las fronteras buscando lo ajeno, lo demás incomprensible. Nuestra madre es la tierra, y mamamos hasta que nuestra boca busca otras vaginas; nos destetamos viejos. Nuestra súper carretera es la desdicha que no aceptamos, nuestra felicidad por lo insignificante.

Todas las historias, todos los personajes caben en nuestra realidad, todos los eventos, todas las magias y digresiones. En la cabeza de García Márquez también cupo todo, mejor aún, interpretó la realidad sin esquemas ajenos, lo que nos hizo familiares, reconocernos en un espejo propio para los que queríamos mirarnos en nuestra belleza y nuestra miseria completa. Imaginar, entonces, es una charla repetitiva entre borrachos, entre asesinos, entre luchadores sociales, entre aficionados al fútbol, entre poetas y escritores latinoamericanos; imaginar es andar con los ojos bien abiertos observando el entorno, imaginar es vivir en estas tierras.

El “tamaño de nuestra soledad” es el silencio, es la omisión del entorno, de nuestras cavidades en donde cabe nuestra historia y nuestro porvenir, en donde buscamos lo que no existe porque miramos antes en otros, porque aprendimos a esperar lo ajeno, lo que no es de Aquí. Con García Márquez, el latinoamericano universal, se va una manera de entendernos, de lidiar con la locura. Nos quedamos más solos que nunca.

sábado, 19 de abril de 2014

Nuevo Vallarta




No recuerdo vacaciones tan relajantes, será que era el momento preciso antes de colapsar. Los ingredientes comunes: playa, mucho sol, cielos limpios, calles, café, lectura, gente. Pero en cantidades perfectas, mezcladas con mi frustración, mi cansancio, mi extravío. Resultado: el estrés desapareció por unos días, mi cuerpo, grande como es, flotó en el agua del mismo océano pero en otras latitudes, navegué por espacios abiertos, probé comida deliciosa, tomé mucho café, miré a mucha gente y platiqué con alguna, me desvelé pero me levanté tarde cada día, valoré algunas cosas sobre las aguas malas y sobre mi futuro (no llegué a nada concluyente). Me reí, busqué los ojos de algunas mujeres, la presión de mis perros disminuyó en mi pecho, y no quise regresar. Caminé, los últimos días sudé y disfruté más el mar, la arena en mis pies, la arena en mi culo, la arena colándose en mis testículos. Los cadáveres fueron muchos: Gabriel García Márquez, dos peces globo, un par de anguilas, una gaviota sin plumas, e incontables malaguas (medusas) que descansaban en paz en la arena de Nuevo Vallarta; me duele García Márquez, pero solo un poco, es decir, no me duele nada, pero tiene otro tipo de impacto, más global: empobrece al mundo la ausencia de ciertas personas.

Regresé.



Ya escribiré del significado de García Márquez en la mecánica de la imaginación, de la visualización del espacio, en su versión latinoamericana.



Aquí todo sigue igual, el aire cargado de costumbres y de esporas que me hacen toser; una nitidez aburrida, un reloj en retroceso para regresar al trabajo, los senderos, las manías repetidas incontables veces. Aquí naufrago con lo cotidiano, aquí es el imperio de lo repetitivo, la decadencia de las responsabilidades basadas en los esquemas sociales. ¿Quién se encarga de repetir una y otra vez lo que es correcto y lo que no? Nosotros mismos, como sabios vulgares.

Mejor viaja, escapa, fornica, ladra... ¿Cómo no agachar la cabeza? Es de las cosas que tenemos que aprender, y también a soltarnos la correa, a escabullirnos por espacios reducidos.



He leído: “vamos a la playita” en las redes sociales, de gente de la localidad. Me pregunto: ¿porqué a mi no me sabe a playa esto? Me sabe a mar imbatible, a ciencias del mar, a profundidad óptica, a productividad primaria, pero no a tumbarme en la arena. Quizá sea el aire, la temperatura del agua y el excremento de los caballos, el color de la arena... Pero evidentemente lo tropical no es de aquí, y eso me pesa en el momento de decidir hacer un hoyo en la playa y mirar como se llena de agua. Prefiero mirar el paisaje humano.

Como sea, ya estoy aquí; primero llegó mi cuerpo, y poco a poco va llegando lo demás.

domingo, 23 de marzo de 2014

Publicar




He escrito a un representante literario. Lo conocí en El País, y no es que le diera la mano, pero miré su nombre y dije: “ese es”. Ese es quien resolverá mis dudas del fantástico mundo de los escritores bien publicados, quien me ayudará a comprender la banalidad de mis textos, o quien me indique su fortaleza narrativa o sus debilidades sintácticas; probablemente quien me de un indicio de mis extravíos más inesperados. Quizá responderá porqué el limón es tan caro en México y el porqué de la inocencia de los dueños de las gasolineras en Ensenada, y el porqué de los tonos de América Latina: luminosa y macabra, en una combinación que es en más probablemente una polarización, o un distanciamiento a medias, o una manera de ver las cosas, negativamente o con optimismo, como usted quiera.

O quizá no responda. Lo cierto es que he arrojado una botella con un mensaje en el mar embravecido por el desencanto social o por mis malos pensamientos, más probablemente por los cambios estacionales de la frustración; si regresa la botella es que nuca se fue. Estoy acostumbrado a las respuestas tardías, a los largos silencios de los editores (no el de las universidades norteamericanas, lo que es un chiste personal), y también al ruido de los roedores, al ladrido alocado de los perros y al llanto, a veces el mío. Podría no responder, asustarse con mi texto circular y débil, como el vuelo de un avión de papel, con mis palabras-goteras llenando pequeños vasos, a veces piletas enteras, casi siempre retretes.

Lo que realmente quiero es comenzar la otra novela, eso es el hambre de cada día. La novela que no se publicará, la que no ganará ni premio ni mención, la que no tendrá más de 10 lectores pero que llenará mis días.


El ruido de mis tripas no me dejaba trabajar en paz: compré un hot dog de 12 pesos y pedí fiado, aquí en el café, un sandwich y el té helado; y para cerrar, escribí este breve texto, e irónicamente, en la parte superior de la ventana en el monitor dice claramente: "publicar". Publico, pues.

martes, 18 de marzo de 2014

Variopinto.


Son demasiadas ideas.

Lo de la comida de corazones humanos, por parte de algunos narcotraficantes en México, me remite al mismo México, pre hispánico, pero con otras connotaciones y en contextos muy diferentes. Es más cercano al apocalipsis zombie que a los rituales asociados con la fertilidad, el maíz o la lluvia. La pobreza en la imaginación de esos hombres es descalabrante (palabra que naturalmente no existe), pero no deja de ser terrorífica.

El fin de los tiempos es el principio de los tiempos.

¿La historia de la crueldad es también la historia de la estupidez?

Casi todas las frases escritas tienen una fila de largos pensamientos. Quizá nadie entiende. Proyectos, abandonos, frustraciones, lecturas, obsesiones, miedo. Todo en una cabeza de tamaño normal.

También pienso en mis próximos 44 años, y en esas nuevas sensaciones de la madurez. Así debo de llamar al blog: sentimientos de madurez (je, me cago de risa).

Volviendo a los comedores compulsivos de corazones... Tampoco lo hacen por la energía del vencido, sino como parte de un burdo lenguaje, el del miedo. La imagen romántica del narcotraficante de buen corazón se diluye en charcos, qué digo charcos, en lagunillas de sangre, mocos, y orina. Es decir, probablemente la contradicción sea de origen: no hay bondad en la maldad, no hay inteligencia en la irracionalidad.

sábado, 15 de febrero de 2014

Lecturas


¿Qué es adecuado para la lectura de los jóvenes, de los niños, de todos? Yo comencé leyendo lo que se me ponía enfrente, y aunque esto no tiene una razón científica, ni es representativo, ni es adecuado como tamaño de muestra, puedo decir que no me habría atrapado la lectura como sucedió, si no hubieran caído en mis ojos novelas complejas, incluso de temas controversiales, bizarros, no apropiados para mentes infantiles.

¿Será por eso que ahora tengo problemas para escribir como gente de buenas costumbres?

¿Qué impediría que leyera mi hijo? ¿Le impediría que leyera mis libros? No tengo forma de censurar las lecturas de alguien, aun entendiendo que no todo lo que se publica es bueno, y que generalmente hay demasiada basura en las lecturas de la gente. No me agrada cualquier medio que provoque el odio, el racismo o la intolerancia, o que promueva la ignorancia. Me parece aburrido lo que sugieren algunos para la superación personal, encuentro historias pueriles en la ficción, también narraciones ligeras, enfoques poco profundos, visiones comerciales, metas comerciales en la literatura, abismos rellenos con ideas baratas… Pero las lecturas son también personales. Cada quien tiene las lecturas que se merece. La condición de buen lector debe incluir también una formación en la selección de lo “bueno” y lo “malo”, en la construcción de una barrera de criterios para que leer sea una actividad enriquecedora, no únicamente recreativa. Pero también, es algo de cada quién.

sábado, 25 de enero de 2014

De besos fallidos y agujeros negros




“Information Preservation and Weather Forecasting for Black Holes”, así se llama el nuevo artículo de Stephen Hawking, y tengo que leer y releer para entender que los horizontes de un agujero negro son aparentes, ¿variables?, y que es posible que la luz escape de ellos, bajo ciertas circunstancias (hablamos entonces, de agujeros luminosos)... Y me detengo a pensar en lo que está más allá, en lo que no puedo mirar, y a penas entender. Entonces, cuando un objeto, un astronauta se acerca a los horizontes en el agujero negro, ¿es más seguro que se estire como espagueti (comenzando por los pies), a que se achicharre? Todo parece indicar.



Respetuoso de la relatividad y de la teoría cuántica, motivado por la fuerza gravitacional insoportable, invencible, hostigante, me acerqué a su rostro, al de ella-mi ella, como planeta masivo, como cometa errante, como nave tripulada por un demente, y quise alunizar en sus labios. Mis labios quedaron en su mejilla, en un strike formidable, y por mis ojos pasó ese largo viaje de 43 años, entre estaciones espaciales y lodos comunes. La soledad, ese destilado de tristeza, se acomoda entre el espacio de ella y el mío, en ese erróneo acoplamiento, en ese desencuentro que es buscar una cosa y encontrar nada.



No, no podemos decir que tenga relación con esto un “beso negro”, que pertenece a otras colonias espaciales.



Los besos que no se dan también se acumulan, y van creando su propia fuerza de atracción-frustración dentro de nosotros, hasta tener un peso devorador, en el centro de lo que llamamos nuestra humanidad, sea cual sea.


martes, 21 de enero de 2014

Paul Auster, Tumbuctú





Nunca me han gustado las historias en donde los animales hablan o piensan, ni las fábulas, ni los cuentos para adultos, mucho menos las novelas. En Me llamo Rojo fue más que tolerable, y se entendió al final que quien hablaba era un hombre. En Tumbuctú, el narrador se mete en la cabeza del perro, en la vida de todos (como debe ser), y terminamos leyendo la historia de una mascota en una versión muy humana. ¿Qué tan válido? Todo cabe en la novela, y recuerdo nítidamente al autor de una de las novelas que considero perfectas, Milan Kundera (aquella novela es…), quien en El telón o El arte de la novela, hablaba de esa libertad misma.

En cuanto al logro de Auster, entiendo la descripción del mundo a partir de un evento que no tiene cabida en nuestro entendimiento, y que es la razón de un perro, el inventarle una lógica para entender una porción de la realidad. No está mal la perspectiva, que es en términos reales un esfuerzo humano por abarcar el Todo. Así miré una parte de Estados Unidos y su gente, sus ramificaciones de vida, sus extensiones perversas, vulgares, bellas incluso.

En la lectura, fluida, ligera, una y otra vez caí en mi propia aportación, mi propia experiencia con Akira, mi perra, lo que terminó con la sensibilización, ¿buscada por el autor?, de la existencia de nuestras mascotas, que no se sale de la dinámica de la vida: nuestra relación con los animales, la importancia que tienen en nosotros, y la vista espejo: nuestra importancia para ellos, la amistad en una versión profunda, silenciosa y perfecta.